Los miserables (Labaila tr.)/V.8.3
Una tarde Jean Valjean, apoyándose con trabajo en el codo, se tomó la mano y no halló el pulso; su respiración era corta, y se interrumpía a cada momento; comprendió que estaba más débil que nunca. Entonces, sin duda bajo la presión de alguna gran preocupación, hizo un esfuerzo, se incorporó y se vistió.
Se puso el traje de obrero, pues ahora que no salía lo prefería a los otros. Tuvo que pararse repetidas veces y le costó mucho ponerse la ropa. Abrió la maleta, sacó el ajuar de Cosette y lo extendió sobre la cama. Los candelabros del obispo estaban en su sitio, en la chimenea. Sacó de un cajón dos velas de cera y las puso en ellos. Después, aunque no había oscurecido aún, las encendió.
Cada paso lo extenuaba, y se veía obligado a sentarse. Era la vida que se agotaba en esos abrumadores esfuerzos. Una de las sillas donde se dejó caer estaba colocada enfrente del espejo; se miró y no se conoció. Parecía tener ochenta años; antes del casamiento de Cosette sólo representaba cincuenta; en un año había envejecido treinta.
Lo que en su frente se veía no eran las arrugas de la edad; era la señal misteriosa de la muerte. Estaba en la última fase del abatimiento, fase en que ya el dolor no fluye, sino que se solidifica; hay sobre el alma algo como un coágulo de desesperación.
Llegó la noche. Arrastró con enorme trabajo una mesa y el viejo sillón junto a la chimenea, y puso en la mesa pluma, tintero y papel.
Hecho esto, se desmayó. Cuando se recobró, clavó los ojos en el trajecito negro que le era tan querido. Sintió un temblor, y figurándose que iba a morir, se apoyó en la mesa que alumbraban los candelabros del obispo, y cogió la pluma. Le temblaba la mano. Escribió lentamente:
"Cosette, te bendigo. Voy a explicártelo todo. Tu marido tenía razón al darme a entender que debía marcharme; aunque se haya equivocado algo en lo que ha creído, tenía razón. Es un hombre excelente. Amalo mucho cuando yo no exista. Señor de Pontmercy, amad siempre a mi querida niña. Cosette, escucha: ese dinero es tuyo. Ahora lo entenderás. El azabache blanco viene de Noruega; el azabache negro de Inglaterra; los abalorios negros de Alemania. El azabache es más ligero, más precioso, más caro. En Francia pueden hacerse imitaciones como en Alemania. Se necesita un pequeño yunque de dos pulgadas cuadradas y una lámpara de espíritu de vino para ablandar la cera. La cera en otro tiempo era muy cara. Se me ocurrió hacerla con goma laca y trementina. Es muy barata, y es mejor..."
No le fue posible seguir. La pluma se le cayó de los dedos; le acometió uno de esos sollozos desesperados que subían por instantes desde lo más hondo de su pecho. El desdichado se tomó la cabeza entre las manos y se hundió en la meditación.
- ¡Oh! -gritó para sus adentros, con lamentos que sólo Dios escuchó-. Es el fin. No la veré más. Es una sonrisa que pasó por mi vida. Voy a sepultarme en la noche sin volverla a ver. ¡Oh!, ¡un minuto, un instante, oír su -voz, tocar su ropa, mirarla, a ella, al ángel mío, y luego morir! La muerte no es nada; pero ¡morir sin verla es horrible! Una sonrisa, una palabra suya. ¿Puede esto perjudicar a alguien? Pero no, todo ha terminado para mí, todo. Estoy solo para siempre. ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡No la volveré a ver!
En aquel momento llamaron a la puerta.