Los miserables (Labaila tr.)/III.3.1
Este niño, de siete años, blanco, sonrosado, fresco, de alegres e inocentes ojos, siempre oía murmurar a su alrededor estas frases: "¡Qué lindo es! ¡Qué lástima! ¡Pobre niño!" Lo llamaban pobre niño porque su padre era "un bandido del Loira".
Este bandido del Loira era el yerno del señor Gillenormand, y había sido calificado por éste como la deshonra de la familia.
Sin embargo, quien pasara en aquella época por la pequeña aldea de Vernon, podría observar desde lo alto del puente a un hombre que se paseaba casi todos los días con una azadilla y una podadora en la mano. Tendría unos cincuenta años, iba vestido con un pantalón y una especie de casaca de burdo paño gris, en el cual llevaba cosida una cosa amarilla que en su tiempo había sido una cinta roja; en su rostro, tostado por el sol, había una gran cicatriz desde la frente hasta la mejilla; tenía el pelo casi blanco; caminaba encorvado, como envejecido antes de tiempo.
Vivía en la más humilde de las casas del pueblo. Las flores eran toda su ocupación. Comía muy frugalmente, y bebía más leche que vino; era tímido hasta parecer arisco; salía muy poco, y no veía a nadie más que a los pobres que llamaban a su ventana, y al padre Mabeuf, el cura, que era un buen hombre de bastante edad. Sin embargo, si alguien llamaba a su puerta para ver sus tulipanes y sus rosas, abría sonriendo.
Era el bandido del Loira.
Su nombre era Jorge Pontmercy. Fue un militar que combatió en los ejércitos de Napoleón en innumerables batallas, y a quien el emperador concedió la cruz de honor por su valentía y fidelidad. Acompañó a Napoleón a la isla de Elba; en Waterloo fue quien cogió la bandera del batallón de Luxemburgo, y fue a colocarla a los pies del emperador, todo cubierto de sangre, pues había recibido, al apoderarse de ella, un sablazo en la cara.
El emperador, lleno de satisfacción, le dijo: Sois coronel, barón y oficial de la Legión de Honor.
Después de Waterloo, la Restauración dejó a Pontmercy a media paga, y después lo envió al cuartel, es decir, sujeto a vigilancia en Vernon. El rey Luis XVIII, considerando como no sucedido todo lo que se había hecho en los Cien Días, no le reconoció ni la gracia de oficial de la Legión de Honor, ni su grado de coronel, ni su título de barón.
En tiempos del Imperio, entre dos guerras, había encontrado la oportunidad para casarse con la señorita Gillenormand. En 1815 murió esta mujer admirable, inteligente, poco común, y digna de su marido, dejándole un niño. Ese niño habría sido la felicidad del coronel en su soledad; pero el abuelo reclamó imperiosamente a su nieto, declarando que, si no se lo entregaba, lo desheredaría. Impuso expresamente que Pontmercy no trataría nunca de ver ni hablar a su hijo. El padre accedió por el interés del niño, y no pudiendo tener al lado a su hijo, se dedicó a amar a las flores.
La herencia del abuelo Gillenormand era poca cosa; pero la de la señorita Gillenormand mayor era grande, porque su madre había sido muy rica, y habiendo ella permanecido soltera, el hijo de su hermana era su heredero natural. El niño, que se llamaba Marius, sabía que tenía padre, pero nada más. Nadie abría la boca para hablarle de él, y llegó poco a poco a no pensar en su padre sino lleno de vergüenza y con el corazón oprimido.
Mientras Marius crecía en esta atmósfera, cada dos o tres meses se escapaba el coronel, iba furtivamente a París y se apostaba en San Sulpicio, a la hora en que la señorita Gillenormand llevaba a Marius a misa; y allí, temblando al pensar que la tía podía darse vuelta y verlo, oculto detrás de un pilar, inmóvil, sin atreverse apenas a respirar, miraba a su hijo. Aquel hombre, lleno de cicatrices, tenía miedo de una vieja solterona.
Aquí había nacido su amistad con el cura de Vernon, señor Mabeuf.
Este digno sacerdote tenía un hermano, administrador de la Parroquia de San Sulpicio, que había visto muchas veces a este hombre contemplar a su hijo, y se había fijado en la cicatriz que le cruzaba la mejilla y en la gruesa lágrima que caía de sus ojos. Ese hombre de aspecto tan varonil y que lloraba como una mujer, impresionó al señor Mabeuf. Un día que fue a Vernon a ver a su hermano, se encontró en el puente al coronel Pontmercy, y reconoció en él al hombre de San Sulpicio. Habló de él al cura, y ambos, bajo un pretexto cualquiera, hicieron una visita al coronel, visita que trajo detrás de sí muchas otras.
El coronel, muy reservado al principio, concluyó por abrir su corazón; y el cura y su hermano llegaron a saber toda la historia, y cómo Pontmercy sacrificaba su felicidad por el porvenir de su hijo. Esto hizo nacer en el corazón del párroco un profundo cariño y respeto por el coronel, quien a su vez le tomó gran afecto. Cuando ambos son sinceros, no hay nada que se amalgame mejor que un viejo sacerdote y un viejo soldado.
Dos veces al año, el 1° de enero y el día de San Jorge, escribía Marius a su padre cartas que le dictaba su tía, y que parecían copiadas de algún formulario; esto era lo único que permitía el señor Gillenormand. El padre respondía en cartas muy tiernas, que el abuelo se guardaba en el bolsillo sin leerlas.
Marius Pontmercy hizo, como todos los niños, los estudios corrientes. Cuando salió de las manos de su tía Gillenormand, su abuelo lo entregó a un digno profesor de la más pura ignorancia clásica, y así aquel joven espíritu que empezaba a abrirse, pasó de una mojigata a un pedante. Marius terminó los años de colegio, y después entró a la escuela de Derecho. Era realista fanático y muy austero. Quería muy poco a su abuelo, cuya alegría y cuyo cinismo lo ofendían, y tenía una sombría idea respecto de su padre.
Por lo demás, era un joven entusiasta, noble, generoso, altivo, religioso, exaltado, digno hasta la dureza, puro hasta la rudeza.