Los miserables (Labaila tr.)/I.8.3
Jean Valjean, desde ahora lo llamaremos así, se levantó y dijo a Fantina con voz tranquila y suave:
- No temáis, no viene por vos.
Y después dirigiéndose a Javert, le dijo:
- Ya sé lo que queréis.
- ¡Vamos, pronto! -respondió Javert.
Entonces Fantina vio una cosa extraordinaria. Vio que Javert, el soplón, cogía por el cuello al señor alcalde, y vio al señor alcalde bajar la cabeza. Creyó que el mundo se derrumbaba.
- ¡Señor alcalde! -gritó.
Javert se echó a reír con esa risa suya que mostraba todos los dientes.
- No hay ya aquí ningún señor alcalde -dijo.
Jean Valjean, sin tratar de deshacerse de la mano que lo sujetaba, murmuró:
- Javert...
- Llámame señor inspector.
- Señor inspector -continuó Jean Valjean-, quiero deciros una palabra a solas.
- Habla alto. A mí se me habla alto.
Jean Valjean bajó más la voz.
- Tengo que pediros un favor...
- Te digo que hables alto.
- Es que... Quiero que me escuchéis vos solo.
- ¡Y a mí qué me importa!
- Concededme tres días -susurró Jean Valjean-. Tres días para ir a buscar la hija de esta desdichada. Pagaré lo que sea, me acompañaréis si queréis.
- ¿Bromeas? -exclamó Javert, hablando en voz muy alta-. ¡Vaya, no lo creía tan estúpido! Me pides tres días para escaparte. ¿Dices que es para ir a buscar a la hija de esa mujer? ¡Qué gracioso!
Y se echó a reír a carcajadas. Fantina se estremeció.
- ¡Ir a buscar a mi hija! -exclamó-. ¿Que no está aquí? ¿Dónde está Cosette? ¡Quiero a mi hija, señor Magdalena! ¡Señor alcalde, por favor!
Javert dio una patada en el suelo. Miró fijamente a Fantina y dijo cogiendo nuevamente la corbata, la camisa y el cuello de Jean Valjean.
- ¡Cállate tú, bribona! ¡Qué país de porquería es éste donde los presidiarios son magistrados y donde se trata a las prostitutas como a condesas! Pero todo va a cambiar, ya verás. Te repito que aquí no hay señor Magdalena, ni señor alcalde. Sólo hay un ladrón, un bandido, un presidiario llamado Jean Valjean, y yo lo tengo en mis manos. Es todo lo que hay aquí.
Fantina se enderezó al instante apoyándose en sus flacos brazos y en sus manos, miró a Jean Valjean, miró a Javert, miró a la religiosa; abrió la boca como para hablar, pero sólo salió un ronquido del fondo de su garganta. Extendió los brazos con angustia, buscando algo como el que se ahoga, y después cayó a plomo sobre la almohada. Su cabeza chocó en la cabecera de la cama y cayó sobre el pecho con la boca abierta, lo mismo que los ojos. Estaba muerta.
Jean Valjean abrió la mano que le tenía asida Javert como si fuera la mano de un niño, y le dijo con una voz que apenas se oía:
- Habéis asesinado a esta mujer.
Había en el rincón del cuarto una cama vieja; Jean Valjean arrancó en un segundo uno de los barrotes y amenazó con él a Javert.
- Os aconsejo que no me molestéis en estos momentos -dijo.
Se acercó al lecho de Fantina y permaneció a su lado un rato, mudo; en su rostro había una indescriptible expresión de compasión. Se inclinó hacia ella y le habló en voz baja.
¿Qué le dijo? ¿Qué podía decir aquel hombre que era un convicto a aquella mujer muerta? Nadie oyó sus palabras. ¿Las oyó la muerta? Sor Simplicia ha referido muchas veces que mientras él hablaba a Fantina, vio aparecer claramente una inefable sonrisa en esos pálidos labios y en esa pupilas, llenas ya del asombro de la tumba.
Jean Valjean le cerró los ojos, se arrodilló delante de la muerta y besó su mano.
Después se levantó y dijo a Javert:
- Ahora estoy a vuestra disposición.