Los miserables (Labaila tr.)/III.6.3
Uno de los últimos días de la segunda semana, Marius se encontraba como de costumbre sentado en su banco, con un libro abierto en la mano. De súbito se estremeció.
El señor Blanco y su hija acababan de abandonar su banco y se dirigían lentamente hacia donde estaba Marius.
- ¿Qué vienen a hacer aquí? -se preguntaba angustiado Marius-. ¡Ella va a pasar frente a mí! ¡Sus pies van a pisar esta arena, a mi lado! ¿Me irá a hablar este señor?
Bajó la vista. Cuando la alzó, ya estaban a pocos pasos. Al pasar, la joven lo miró, fijamente, con una dulzura que lo hizo temblar de la cabeza a los pies. Le pareció que ella le reprochaba haber pasado tanto tiempo sin ir a verla, y que le decía: Soy yo la que vengo.
Marius sentía arder su cabeza. ¡Ella había ido hacia él, qué dicha! ¡Y cómo lo había mirado! Le pareció más hermosa que antes. La siguió con sus ojos hasta que se perdió de vista.
Salió del Luxemburgo con la esperanza de encontrarla en la calle.
En cambio se encontró con Courfeyrac que lo invitó a comer a un restaurante. Marius comió como un ogro. Se reía solo y hablaba fuerte. Estaba perdidamente enamorado.
Al día siguiente almorzó con sus amigos, que discutían como siempre de política.
Marius los interrumpió de pronto para gritar:
- Y sin embargo, es agradable tener la cruz.
- Esto sí que es raro -dijo Courfeyrac al oído de Prouvaire.
- No -repuso Prouvaire-, esto sí que es serio.
Era serio, en efecto. Marius estaba en esa primera hora violenta y encantadora en que comienzan las grandes pasiones.
Una mirada lo había hecho todo.