Los miserables (Labaila tr.)/II.5.5
Ya se había levantado la brisa matutina, lo que indicaba que debían ser la una o las dos de la mañana. La pobre Cosette no decía nada. Como se había sentado a su lado, y había inclinado la cabeza, Jean Valjean creyó que estaba dormida. Pero al mirarla bien vio que tenía los ojos enteramente abiertos y una expresión meditabunda, que le causó dolorosa impresión. La pobrecita temblaba sin parar.
- ¿Tienes sueño? -dijo Jean Valjean.
- Tengo mucho frío -respondió.
Un momento después añadió:
- ¿Está ahí todavía?
- ¿Quién?
- La señora Thenardier.
Jean Valjean había olvidado ya el medio de que se había valido para hacer guardar silencio a Cosette.
- ¡Se ha marchado! -dijo-. ¡Ya no hay nada que temer!
La niña respiró como si le quitaran un peso del pecho. La tierra estaba húmeda, el cobertizo abierto por todas partes; la brisa se hacía más fresca a cada momento. Jean Valjean se quitó el abrigo y arropó a Cosette.
- ¿Tienes así menos frío? -dijo.
- ¡Oh, sí, padre!
- Está bien, espérame aquí un instante.
Salió del cobertizo y empezó a recorrer por fuera el gran edificio buscando un refugio mejor. Encontró varias puertas pero estaban cerradas. En todas las ventanas había barrotes. De una de ellas salía una cierta claridad. Se empinó sobre la punta de los pies y miró. Daba a una gran sala con piso de baldosas. Sólo se distinguía una débil luz y muchas sombras. La luz provenía de una lámpara encendida en un rincón. La sala estaba desierta. Pero a fuerza de mirar creyó ver en el suelo una cosa que parecía cubierta con una mortaja y semejante a una forma humana. Estaba tendida boca abajo, el rostro contra el suelo, los brazos en cruz, en la inmovilidad de la muerte.
Jean Valjean dijo después varias veces que, aunque había presenciado en su vida muchos espectáculos macabros, nunca había visto algo que le helara la sangre como aquella figura enigmática. Era horrible suponer que aquello estaba muerto; pero más horrible aún era pensar que estaba vivo. De repente se sintió sobrecogido de terror y echó a correr hacia el cobertizo sin atreverse a mirar atrás. Se le doblaban las rodillas; el sudor le corría por todo el cuerpo. ¿Dónde estaba? ¿Quién podía imaginar algo semejante a este sepulcro en medio de París? ¿Qué casa tan extraña era aquélla? Se acercó a Cosette; la niña dormía con la cabeza apoyada en una piedra. Jean Valjean se sentó a su lado y se puso a contemplarla; poco a poco, a medida que la miraba se iba calmando y recuperaba su presencia de ánimo. Sabía que en su vida, mientras ella viviera, mientras ella estuviera con él, no experimentaría ninguna necesidad ni ningún temor más que por ella.
Pero a través de su meditación oía hacía rato un extraño ruido que venía del jardín, como de una campanilla o un cencerro. Miró y vio que había alguien en el jardín.
Un hombre andaba por el melonar; se levantaba, se inclinaba, se detenía con regularidad, como si arrastrara o extendiera alguna cosa por el suelo.
Jean Valjean tembló; hacía un momento temblaba porque el jardín estaba desierto; ahora temblaba porque había alguien. ¿Quién era aquel hombre que llevaba un cencerro, lo mismo que un buey o un borrego? Haciéndose esta pregunta, tocó las manos dé Cosette. Estaban heladas.
- ¡Dios mío! -exclamó.
La llamó en voz baja:
- ¡Cosette!
No abrió los ojos.
La sacudió con fuerza.
No despertó.
- Estará muerta -dijo, y se puso de pie, temblando de la cabeza a los pies.
Pensó mil cosas terribles. Recordó que el sueño puede ser mortal a la intemperie y en una noche tan fría. Cosette seguía tendida en el suelo, sin moverse. ¿Cómo devolverle el calor? ¿Cómo despertarla? Todo lo demás se borró de su pensamiento. Se lanzó enloquecido fuera del cobertizo. Era preciso que Cosette estuviera lo más pronto posible junto a un fuego y en un lecho.
Corrió hacia el hombre que estaba en el jardín, después de haber sacado del bolsillo del chaleco el paquete de dinero que llevaba. El hombre tenía la cabeza inclinada y no lo vio acercarse. Jean Valjean se puso a su lado y le dijo:
- ¡Cien francos!
El hombre dio un salto y levantó la vista.
- ¡Cien francos si me dais asilo por esta noche!
La luna iluminaba su semblante desesperado.
- ¡Pero si es el señor Magdalena! -exclamó el hombre.
Este nombre pronunciado a aquella hora obscura, en aquel sitio solitario, por aquel hombre desconocido, hizo retroceder a Jean Valjean.
Todo lo esperaba menos eso. El que le hablaba era un viejo cojo y encorvado, vestido como un campesino; en la rodilla izquierda llevaba una rodillera de cuero de donde pendía un cencerro. No se distinguía su rostro porque estaba en la sombra.
El hombre se había quitado la gorra y decía tembloroso:
- ¡Ah! ¡Dios mío! ¿Cómo estáis aquí, señor Magdalena? ¿Por dónde habéis entrado? ¡Jesús! ¿Venís del cielo? No sería extraño; si caéis alguna vez, será del cielo. Pero, ¿sin corbata, sin sombrero, sin levita? ¿Se han vuelto locos los ángeles? ¿Cómo habéis entrado aquí?
El hombre hablaba con una volubilidad en que no se descubría inquietud alguna; hablaba con una mezcla de asombro y de ingenua bondad.
- ¿Quién sois? ¿Qué casa es ésta? -preguntó Jean Valjean.
- ¡Esta sí que es grande! -dijo el viejo-. Soy el que vos mismo habéis colocado aquí. ¡Cómo! ¿No me conocéis?
- No -replicó Jean Valjean-. ¿Por qué me conocéis a mí?
- Me habéis salvado la vida -dijo el hombre.
Entonces iluminó su perfil un rayo de luna y Jean Valjean reconoció a Fauchelevent.
- ¡Ah! -dijo Jean Valjean-, ¿sois vos? Sí, os conozco.
- ¡Me alegro mucho -dijo el viejo en tono de reproche.
- ¿Y qué hacéis aquí? -preguntó Valjean.
- ¡Tapo mis melones, por supuesto!
- ¿Y qué campanilla es esa que lleváis en la rodilla?
- ¡Ah! -dijo Fauchelevent, es para que eviten mi presencia. En esta casa no hay más que mujeres; hay muchas jóvenes, y parece que mi presencia es peligrosa. El cencerro les avisa y cuando me acerco se alejan.
- ¿Qué casa es ésta?
- Este es el convento del Pequeño Picpus, donde vos me colocasteis como jardinero. Pero volvamos al caso -prosiguió Fauchelevent-, ¿cómo demonios habéis entrado aquí, señor Magdalena? Por más santo que seáis, sois hombre, y los hombres no entran aquí. Sólo yo.
- Sin embargo -dijo Jean Valjean-, es preciso que me quede.
- ¡Ah, Dios mío! -exclamó Fauchelevent.
Jean Valjean se aproximó a él.
- Tío Fauchelevent, os he salvado la vida -le dijo en voz baja.
- Yo he sido el primero en recordarlo -respondió Fauchelevent.
- Pues bien: hoy podéis hacer por mí lo que yo hice en otra ocasión por vos.
Fauchelevent tomó en sus arrugadas y temblorosas manos las robustas manos de Jean Valjean y permaneció algunos momentos como si no pudiera hablar. Por fin exclamó:
- ¡Sería una bendición de Dios que yo pudiera hacer algo por vos! ¡Yo, salvaros la vida!
Señor alcalde, disponed, disponed de este pobre viejo.
Una sublime alegría parecía transfigurar el rostro del anciano.
- ¿Qué queréis que haga? -preguntó.
- Ya os lo explicaré. ¿Tenéis una habitación?
- Tengo una choza, allá detrás de las ruinas del antiguo convento, en un rincón oculto a todo el mundo. Allí hay tres habitaciones.
- Perfecto -dijo Jean Valjean-. Ahora tengo que pediros dos cosas.
- ¿Cuáles son, señor alcalde?
La primera es que no digáis a nadie lo que sabéis de mí. La segunda, que no tratéis de saber más.
- Como queráis. Sé que no podéis hacer nada que no sea bueno y que siempre seréis un hombre de bien.
- Gracias. Ahora venid conmigo. Vamos a buscar a la niña.
- ¡Ah! -dijo Fauchelevent-. ¿Hay una niña?
No dijo más, y siguió a Jean Valjean como un perro sigue a su amo. Media hora después Cosette, iluminada por la llama de una buena lumbre, dormía en la cama del jardinero.