Los miserables (Labaila tr.)/V.7.4
En los últimos meses de la primavera y los primeros del verano de 1833, se veía a un anciano vestido de negro que todos los días, a la misma hora, antes de oscurecer, salía de la calle del Hombre Armado y entraba en la de Saint-Louis.
Allí caminaba a paso lento, fija siempre la vista en un mismo punto que parecía ser para él una estrella, y que no era otra cosa que la esquina de la calle de las Hijas del Calvario. Cuanto más se acercaba a aquella esquina, más brillo había en sus ojos y una especie de alegría iluminaba sus pupilas como una aurora interior; tenía una expresión de fascinación y de ternura; sus labios se movían, como si hablasen a una persona sin verla; sonreía vagamente caminando a paso lento. Se diría que, aunque deseaba llegar, lo temía al mismo tiempo.
Cuando no faltaban sino unas cuantas casas, se detenía tembloroso, se asomaba tímidamente y había en esa trágica mirada algo semejante al deslumbramiento de lo imposible, y a la reverberación de un paraíso cerrado. Luego una lágrima resbalaba por su mejilla, yendo a parar a veces a la boca donde el anciano sentía su sabor amargo.
Permanecía allí unos pocos minutos, cual si fuera de piedra, y después se volvía por el mismo camino y con igual lentitud; su mirada se apagaba a medida que se alejaba. Gradualmente el anciano cesó de ir hasta la esquina de las Hijas del Calvario. Se detenía a mitad de camino en la calle Saint-Louis. Al poco tiempo no pudo llegar siquiera hasta allí. Parecía un péndulo cuyas oscilaciones, por falta de cuerda, van acortándose hasta que al fin se paran.
Todos los días salía de su casa a la misma hora, emprendía el mismo trayecto, pero no lo acababa ya; y tal vez sin conciencia de ello, lo iba abreviando incesantemente. La expresión de su semblante parecía decir: ¿Para qué? La pupila estaba apagada y ya no había lágrima; sus ojos meditabundos permanecían secos.
A veces, cuando hacía mal tiempo, llevaba un paraguas que jamás abría. Los niños lo seguían y se burlaban de él.