Los miserables (Labaila tr.)/I.2.2
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Aquella noche el obispo de D., después de dar un paseo por la ciudad, permaneció hasta bastante tarde encerrado en su cuarto. A las ocho trabajaba todavía con un voluminoso libro abierto sobre las rodillas, cuando la señora Magloire entró, según su costumbre, a sacar la plata del cajón colocado junto a la cama.
Poco después el obispo, sabiendo que su hermana lo esperaba para cenar, cerró su libro y entró en el comedor. En ese momento, la señora Magloire hablaba con singular viveza. Se refería a un asunto que le era familiar, y al cual el obispo estaba ya acostumbrado. Tratábase del cerrojo de la puerta principal.
Parece que yendo a hacer algunas compras para la cena había oído referir ciertas cosas en distintos sitios. Se hablaba de un vagabundo de mala catadura; se decía que había llegado un hombre sospechoso, que debía estar en alguna parte de la ciudad, y que podían tener un mal encuentro los que aquella noche se olvidaran de recogerse temprano y de cerrar bien sus puertas.
- Hermano, ¿oyes lo que dice la señora Magloire? -preguntó la señorita Baptistina.
- He oído vagamente algo -contestó el obispo.
Después, levantando su rostro cordial y francamente alegre, iluminado por el resplandor del fuego, añadió:
- Veamos: ¿qué hay? ¿Qué sucede? ¿Nos amenaza algún peligro?
Entonces la señora Magloire comenzó de nuevo su historia, exagerándola un poco sin querer y sin advertirlo. Decíase que un gitano, un desarrapado, una especie de mendigo peligroso, se hallaba en la ciudad. Había tratado de quedarse en la posada, donde no se le quiso recibir. Se le había visto vagar por las calles al obscurecer. Era un hombre de aspecto terrible, con un morral y un bastón.
- ¿De veras? -dijo el obispo.
- Y como monseñor nunca pone llave a la puerta y tiene la costumbre de permitir siempre que entre cualquiera...
En ese momento se oyó llamar a la puerta con violencia.
- ¡Adelante! -dijo el obispo.