Los miserables (Labaila tr.)/II.6.4
Fauchelevent estaba perplejo. Empleó cerca de un cuarto de hora en llegar a su choza del jardín. Al ruido que hizo Fauchelevent al abrir la puerta, se volvió Jean Valjean.
- ¿Y qué?
- Todo está arreglado, y nada está arreglado -contestó Fauchelevent-. Tengo ya permiso para entraros; pero antes es preciso que salgáis. Aquí está el atasco. En cuanto a la niña, es fácil.
- ¿La llevaréis?
- ¿Se callará?
- Yo respondo.
- Pero, ¿y vos, señor Magdalena? Y hay otra cosa que me atormenta. He dicho que llenaré la caja de tierra, y ahora pienso que llevando tierra en vez de un cuerpo no se confundirá, sino que se moverá, se correrá; los hombres se darán cuenta.
Jean Valjean lo miró atentamente, creyendo que deliraba.
Fauchelevent continuó:
- ¿Cómo di... antre vais a salir? ¡Y es preciso que todo quede hecho mañana! Porque mañana os he de presentar; la priora os espera.
Entonces explicó a Jean Valjean que esto era una recompensa por un servicio que él, Fauchelevent, hacía a la comunidad. Y le relató su entrevista con la priora. Pero no podía traer de fuera al señor Magdalena, si el señor Magdalena no salía.
Aquí estaba la primera dificultad, pero después había otra, el ataúd vacío.
- ¿Qué es eso del ataúd vacío? -preguntó Jean Valjean.
Fauchelevent respondió:
- El ataúd de la administración.
- ¿Qué ataúd y qué administración?
- Cuando muere una monja viene el médico del Ayuntamiento y dice "Ha muerto una monja". El gobierno envía un ataúd, y al día siguiente un carro fúnebre y sepultureros que cogen el ataúd y lo llevan al cementerio. Vendrán los sepultureros y levantarán la caja y no habrá nada dentro.
- ¡Pues meted cualquier cosa! Un vivo, por ejemplo.
- ¿Un vivo? No lo tengo.
- Yo -dijo Jean Valjean.
Fauchelevent que estaba sentado, se levantó como si hubiese estallado un petardo debajo de la silla.
- ¡Ah!, os reís; no habláis con seriedad.
- Hablo muy en serio. ¿No es necesario salir de aquí?
- Sin duda.
- Os he dicho que busquéis también para mí una cesta y una tapa.
- ¿Y qué?
- La cesta será de pino y la tapa un paño negro. Se trata de salir de aquí sin ser visto. ¿Cómo se hace todo? ¿Dónde está ese ataúd?
- ¿El que está vacío?
- Sí.
- Allá en lo que se llama la sala de los muertos. Está sobre dos caballetes y bajo el paño mortuorio.
- ¿Qué longitud tiene la caja?
- Seis pies.
- ¿Quién clava el ataúd?
- Yo.
- ¿Quién pone el paño encima?
- Yo.
- ¿Vos solo?
- Ningún otro hombre, excepto el médico forense, puede entrar en el salón de los muertos. Así está escrito en la pared.
- ¿Y podríais esta noche, cuando todos duermen en el convento, ocultarme en esa sala?
- No, pero puedo ocultaros en un cuartito oscuro que da a la sala de los muertos, donde guardo mis útiles de enterrar, y cuya llave tengo.
- ¿A qué hora vendrá mañana el carro a buscar el ataúd?
- A eso de las tres de la tarde. El entierro se hace en el cementerio Vaugirard un poco antes de anochecer y no está muy cerca.
- Estaré escondido en el cuartito de las herramientas toda la noche y toda la mañana. ¿Y qué comeré? Tendré hambre.
- Yo os llevaré algo.
- Podéis ir a encerrarme en el ataúd a las dos.
Fauchelevent retrocedió chasqueando los dedos.
- ¡Pero eso es imposible!
- ¿Qué? ¿Tomar un martillo y clavar los clavos en una madera?
Lo que parecía imposible a Fauchelevent, era simple para Jean Valjean, que había encarado peores desafíos para sus evasiones.
Además, este recurso de reclusos lo fue también de emperadores. Pues, si hemos de creer al monje Agustín Castillejo, éste fue el medio de que se valió Carlos V, después de su abdicación, para ver por última vez a la Plombes, para hacerla entrar y salir del monasterio de Yuste.
Fauchelevent, un poco más tranquilizado, preguntó:
- Pero, ¿cómo habéis de respirar?
- Ya respiraré.
- ¡En aquella caja! Solamente de pensar en ello me ahogo.
- Buscaréis una barrena, haréis algunos agujeritos alrededor del sitio donde coincida la boca, y clavaréis sin apretar la tapa.
- ¡Bueno! ¿Y si os ocurre toser o estornudar?
- El que se escapa no tose ni estornuda.
Luego añadió:
- Tío Fauchelevent, es preciso decidirse; o ser descubierto aquí o salir en el carro fúnebre.
- La verdad es que no hay otro medio.
- Lo único que me inquieta es lo que sucederá en el cementerio.
- Pues eso es justamente lo que me tiene a mí sin cuidado -dijo Fauchelevent-. Si tenéis seguridad de poder salir de la caja, yo la tengo de sacaros de la fosa. El enterrador es un borracho amigo mío, Mestienne. El enterrador mete a los muertos en la fosa, y yo meto al enterrador en mi bolsillo. Voy a deciros lo que sucederá. Llegamos un poco antes de la noche, tres cuartos de hora antes de que cierren la verja del cementerio. El carro llega hasta la sepultura, y yo lo sigo porque es mi obligación. Llevaré un martillo, un formón y tenazas en el bolsillo. Se detiene el carro; los mozos atan una cuerda al ataúd y os bajan a la sepultura. El cura reza las oraciones, hace la señal de la cruz, echa agua bendita y se va. Me quedo yo solo con Mestienne, que es mi amigo, como os he dicho. Y entonces sucede una de dos cosas: o está borracho, o no lo está. Si no está borracho, le digo: Ven a echar una copa mientras está aún abierto el bar. Me lo llevo, y lo emborracho; no es difícil emborrachar a Mestienne, porque siempre tiene ya principios de borrachera; lo dejo bajo la mesa, tomo su cédula para volver a entrar en el cementerio, y regreso solo. Entonces ya no tenéis que ver más que conmigo. En el otro caso, si ya está borracho, le digo: Anda; yo haré lo trabajo. Se va y os saco del agujero.
Jean Valjean le tendió la mano, y Fauchelevent se precipitó hacia ella con tierna efusión.
- Está convenido, Fauchelevent. Todo saldrá bien.
- "Con tal de que nada se descomponga -pensó Fauchelevent-. ¡Qué horrible sería!"