Los miserables (Labaila tr.)/I.8.1
Principiaba a apuntar el día. Fantina había pasado una noche de fiebre e insomnio, pero llena de dulces esperanzas; era de mañana cuando se durmió. Sor Simplicia, encargada de cuidarla, pasó con ella toda la noche y, al dormirse la paciente, fue al laboratorio a preparar una dosis de quinina. De pronto volvió la cabeza y dio un grito. El señor Magdalena había entrado silenciosamente y estaba delante de ella.
- ¡Por Dios, señor Magdalena! -exclamó la religiosa-. ¿Qué os ha sucedido? Tenéis el pelo enteramente blanco.
- ¿Blanco? -dijo él.
Sor Simplicia no tenía espejo; le pasó el vidrio que usaba el médico para constatar si un paciente estaba muerto y ya no respiraba. El señor Magdalena se miró y sólo dijo, con profunda indiferencia:
- ¡Vaya!
Sor Simplicia le informó que Fantina había estado mal la víspera, pero que ya se encontraba mejor porque creía que el señor alcalde había ido a buscar a su hija a Montfermeil.
- Habéis hecho bien en no desengañarla.
- Sí, pero ahora que va a veros sin la niña, ¿qué le diremos?
El alcalde se quedó un momento pensativo.
- Dios nos inspirará -dijo.
- Pero no le podremos mentir -murmuró la religiosa a media voz.
El señor Magdalena entró en la habitación y se paró junto a la cama; miraba alternativamente a la enferma y al crucifijo, lo mismo que dos meses antes cuando la visitó por primera vez. El rezaba, ella dormía, pero en aquellos dos meses los cabellos de Fantina se habían vuelto grises y los de Magdalena blancos.
Fantina abrió entonces los ojos, lo vio, y dijo sonriendo:
- ¿Y Cosette?
El señor Magdalena respondió maquinalmente algunas palabras que nunca pudo recordar. Por fortuna el médico, que llegaba en ese momento y que sabía la situación, vino en su auxilio.
- Hija mía, calmaos; vuestra hija está acá.
Los ojos de Fantina se iluminaron y cubrieron de claridad todo su rostro. Cruzó las manos con una expresión que contenía toda la violencia y la dulzura de una ardiente oración.
- ¡Por favor -exclamó-, traédmela!
- Aún no -dijo el médico-; en este momento no. Tenéis un poco de fiebre y el ver a vuestra hija os agitaría y os haría mal. Ante todo es preciso que estéis bien.
Ella lo interrumpió impetuosa.
- ¡Ya estoy bien! ¡Os digo que estoy bien! ¡Este médico es un burro, no entiende nada! ¡Lo único que quiero es ver a mi hija!
- Ya veis -dijo el médico- cómo os agitáis. Mientras sigáis así, me opondré a que veáis a la niña. No basta que la veáis, es preciso que viváis para ella. Cuando estéis tranquila, os la traeré yo mismo.
La pobre madre bajó la cabeza.
- Señor doctor, os pido perdón; os pido perdón humildemente. Esperaré todo el tiempo que queráis, pero os aseguro que no me hará mal ver a Cosette. Ya no tengo temperatura, casi estoy sana. Pero no me moveré para contentar a los que me cuidan, y cuando vean que estoy tranquila dirán: hay que traerle su hija a esta mujer.
El señor Magdalena se sentó en una silla junto a la cama. Fantina se volvió a él, esforzándose por parecer tranquila.
- ¿Habéis tenido buen viaje, señor alcalde? Decidme sólo cómo está. ¡Cuánto deseo verla! ¿Es bonita?
El señor Magdalena tomó su mano y le dijo con dulzura:
- Cosette es bonita, y está bien, pero tranquilizaos. Habláis con mucho apasionamiento y eso os hace toser.
Ella no podía calmarse y siguió hablando y haciendo planes.
- ¡Qué felices vamos a ser! Tendremos un jardincito, el señor Magdalena me lo ha prometido. Cosette jugará en el jardín. Ya debe saber las letras; después hará su primera comunión.
Y se reía, feliz.
El señor Magdalena oía sus palabras como quien escucha el viento, con los ojos bajos y el alma sumida en profundas reflexiones. Pero de pronto levantó la cabeza porque la enferma había callado.
Fantina estaba aterrorizada. No hablaba, no respiraba, se había incorporado; su rostro, tan alegre momentos antes, estaba lívido; sus ojos desorbitados estaban fijos en algo horrendo.
- ¿Qué tenéis, Fantina? -preguntó Magdalena.
Ella le tocó el brazo con una mano, y con la otra le indicó que mirara detrás de sí. Se volvió y vio a Javert.