Los miserables (Labaila tr.)/V.1.6

Los Miserables
Quinta parte: "Jean Valjean"
Libro primero: "La guerra dentro de cuatro paredes"
Capítulo VI: Marius herido​
 de Víctor Hugo

Se lanzó Marius fuera de la barricada, seguido de Combeferre, pero era tarde. Gavroche estaba muerto.

Combeferre se encargó del cesto con los cartuchos, y Marius del niño.

Pensaba que lo que el padre de Gavroche había hecho por su padre, él lo hacía por el hijo. Cuando Marius entró en el reducto con Gavroche en los brazos, tenía, como el pilluelo, el rostro inundado de sangre.

En el instante de bajarse para coger a Gavroche, una bala le había pasado rozando el cráneo, sin que él lo advirtiera. Courfeyrac se quitó la corbata, y vendó la frente de Marius.

Colocaron a Gavroche en la misma mesa que a Mabeuf, y sobre ambos cuerpos se extendió el paño negro. Hubo suficiente lugar para el anciano y el niño.

Combeferre distribuyó los cartuchos del cesto. Esto suministraba a cada hombre quince tiros más.

Jean Valjean seguía en el mismo sitio, sin moverse. Cuando Combeferre le presentó sus quince cartuchos, sacudió la cabeza.

- ¡Qué tipo tan raro! -dijo en voz baja Combeferre a Enjolras-. Encuentra la manera de no combatir en esta barricada.

- Lo que no le impide defenderla -contestó Enjolras.

- Al estilo del viejo Mabeuf -susurró Combeferre.

Jean Valjean, mudo, miraba la pared que tenía enfrente.

Marius se sentía inquieto, pensando en lo que su padre diría de él. De repente, entre dos descargas, se oyó el sonido lejano de la hora.

- Son las doce -dijo Combeferre.

Aún no habían acabado de dar las doce campanadas, cuando Enjolras, poniéndose en pie, dijo con voz tonante desde lo alto de la barricada:

- Subid adoquines a la casa y colocadlos en el borde de la ventana y de las boardillas. La mitad de la gente a los fusiles, la otra mitad a las piedras. No hay que perder un minuto.

Una partida de zapadores bomberos con el hacha al hombro, acababa de aparecer, en orden de batalla, al extremo de la calle. Aquello tenía que ser la cabeza de una columna de ataque.

Se cumplió la orden de Enjolras y se dejaron a mano los travesaños de hierro que servían para cerrar por dentro la puerta de la taberna. La fortaleza estaba completa: la barricada era el baluarte y la taberna el torreón. Con los adoquines que quedaron se cerró la grieta.

Como los defensores de una barricada se ven siempre obligados a economizar las municiones, y los sitiadores lo saben, éstos combinan su plan con una especie de calma irritante, tomándose todo el tiempo que necesitan. Los preparativos de ataque se hacen siempre con cierta lentitud metódica; después viene el rayo. Esta lentitud permitió a Enjolras revisar todo y perfeccionarlo. Ya que semejantes hombres iban a morir, su muerte debía ser una obra maestra. Dijo a Marius:

- Somos los dos jefes. Voy adentro a dar algunas órdenes; quédate fuera tú, y observa.

Dadas sus órdenes, se volvió a Javert, y le dijo:

- No creas que te olvido.

Y poniendo sobre la mesa una pistola, añadió:

- El último que salga de aquí levantará la tapa de los sesos a ese espía.

- ¿Aquí mismo? -preguntó una voz.

- No; no mezclemos ese cadáver con los nuestros. Se le sacará y ejecutará afuera.

En aquel momento entró Jean Valjean y dijo a Enjolras:

- ¿Sois el jefe?

- Sí.

- Me habéis dado las gracias hace poco.

- En nombre de la República. La barricada tiene dos salvadores: Marius Pontmercy y vos.

- ¿Creéis que merezco recompensa?

- Sin duda.

- Pues bien, os pido una.

- ¿Cuál?

- La de permitirme levantar la tapa de los sesos a ese hombre.

Javert alzó la cabeza, vio a Jean Valjean, hizo un movimiento imperceptible y dijo:

- Es justo.

Enjolras se había puesto a cargar de nuevo la carabina y miró alrededor.

- ¿No hay quien reclame?

Y dirigiéndose a Jean Valjean le dijo:

- Os entrego al soplón.

Jean Valjean tomó posesión de Javert sentándose al extremo de la mesa; cogió la pistola y un débil ruido seco anunció que acababa de cargarla.

Casi al mismo instante se oyó el sonido de una corneta.

- ¡Alerta! -gritó Marius desde lo alto de la barricada.

Javert se puso a reír con su risa sorda, y mirando fijamente a los insurrectos, les dijo:

- No gozáis de mejor salud que yo.

- ¡Todos fuera! -gritó Enjolras.

Los insurrectos se lanzaron en tropel, mientras Javert murmuraba:

- ¡Hasta muy pronto!

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