Los miserables (Labaila tr.)/III.2.2
Las dos hijas del señor Gillenormand habían nacido con dieciséis años de diferencia. En su juventud se habían parecido muy poco, tanto por su carácter como por su fisonomía. Fueron lo menos hermanas que se puede ser. La menor era un alma bellísima, amante de todo lo que era luz, pensando siempre en flores, versos y música, volando en los espacios gloriosos, entusiasta, espiritual, soñando desde la infancia con una vaga e ideal figura heroica. La mayor tenía también su quimera; veía en el futuro algún gran contratista muy rico, un marido espléndidamente tonto, un millón hecho hombre.
La menor se había casado con el hombre de sus sueños, pero murió. La mayor no se había casado. En el momento que ésta sale a la escena en nuestro relato, era una solterona mojigata que estaba a cargo de la casa de su padre. Se la conocía como la señorita Gillenormand mayor.
Era el pudor llevado al extremo. Tenía un recuerdo horrible en su vida: un día le había visto un hombre la liga. Sin embargo, y el que pueda explicará estos misterios de la inocencia, se dejaba abrazar sin repugnancia por un oficial de lanceros, sobrino segundo suyo, llamado Teódulo.
El señor Gillenormand tenía dos sirvientes, Nicolasa y Vasco. Cuando alguien entraba a su servicio, el anciano le cambiaba nombre. La criada, por ejemplo, se llamaba Olimpia; él la llamó Nicolasa. El hombre, un gordo de unos cincuenta años incapaz de correr veinte pasos, había nacido en Bayona, por lo cual lo llamó Vasco.
Había además en la casa, entre esta solterona y este viejo, un niño siempre tembloroso y mudo delante del señor Gillenormand, el cual no le hablaba nunca sino con voz severa, y algunas veces con el bastón levantado:
- ¡Venid aquí, caballerito! Bergante, pillo, acercaos a mí. Responded, tunante. Que ni os vea yo, galopín, en...
Lo idolatraba.
Era su nieto.