Los miserables (Labaila tr.)/IV.4.6
Mientras que aquella perra con figura humana montaba guardia en la verja y los seis bandidos retrocedían ante ella, Marius estaba con Cosette.
Desde el día en que se declararon su amor, Marius iba todas las noches al jardín de la calle Plumet. El amor entre ambos crecía día a día; se miraban, se tomaban las manos, se abrazaban. Marius sentía una barrera, la pureza de Cosette; Cosette sentía un apoyo, la lealtad de Marius. No se preguntaban adónde los conducía su amor. Es una extraña pretensión del hombre querer que el amor conduzca a alguna parte.
El cielo no había estado nunca tan estrellado y tan hermoso como esa noche del 3 de junio de 1832, nunca Marius había estado tan conmovido, tan feliz, tan extasiado. Pero había encontrado triste a Cosette. Cosette había llorado; tenía los ojos rojos.
Era la primera nube en tan admirable sueño.
Las primeras palabras de Marius fueron:
- ¿Qué tienes?
Ella respondió:
- Esta mañana mi padre ha dicho que tenga prontas todas mis cosas, y esté dispuesta para partir; que prepare mi ropa para guardarla en una maleta, que se verá obligado a hacer un viaje; que teníamos que partir, que necesitábamos una maleta grande para mí y una pequeña para él y que lo preparase todo en una semana, porque iríamos tal vez a Inglaterra.
- ¡Pero eso es monstruoso! -exclamó Marius.
Y luego preguntó, con voz débil:
- ¿Cuándo debes partir?
- No me ha dicho cuándo.
- ¿Y cuándo volverás?
- No me ha dicho cuándo.
Marius se levantó y dijo fríamente:
- Cosette, ¿iréis?
Cosette volvió hacia él sus hermosos ojos llenos de angustia al oírlo tratarla de vos, y respondió con voz quebrada.
- ¿Qué quieres que haga? -dijo juntando las manos.
- Está bien -dijo Marius-. Entonces yo me iré a otra parte.
Cosette sintió, más bien que comprendió, el significado de esta frase; se puso pálida, su rostro se veía blanco en la oscuridad, y balbuceó:
- ¿Qué quieres decir?
Marius la miró; después alzó lentamente los ojos al cielo, y respondió:
- Nada.
Cuando bajó los párpados, vio que Cosette se sonreía mirándole. La sonrisa de la mujer amada tiene una claridad que disipa las tinieblas.
- ¡Qué tontos somos! Marius, se me ocurre una idea. ¡Parte tú también! Te diré dónde. Ven a buscarme donde esté.
Marius era ya un hombre completamente despierto. Había vuelto a la realidad, y dijo a Cosette:
- ¡Partir con vosotros! ¿Estás loca? Es preciso para eso dinero, y yo no lo tengo. ¡Ir a Inglaterra! Ahora debo más de diez luises a Courfeyrac, un amigo a quien tú no conoces. Tengo un sombrero viejo que no vale tres francos, una levita sin botones por delante, mi camisa está toda rota, se me ven los codos, mis botas se calan de agua; hace seis semanas que no pienso en todo esto, y por eso no lo lo he dicho, Cosette. ¡Soy un miserable! Tú no me ves más que por la noche, y me das tu amor; ¡si me vieras de día me darías limosna! ¿Ir a Inglaterra? ¡Y no tengo siquiera con qué pagar el pasaporte!
Y se recostó contra un árbol que había allí, de pie, con los dos brazos por encima de la cabeza, con la frente en la corteza sin sentir ni la aspereza que le arañaba la frente, ni la fiebre que le golpeaba las sienes, inmóvil y próximo a caer al suelo, como un monumento a la desesperación. Así permaneció largo rato.
Cosette sollozaba. Marius cayó de rodillas a sus pies.
- No llores, por favor -le dijo.
- ¡Qué he de hacer, si voy a marcharme y tú no puedes venir!
- ¿Me amas?
Cosette le contestó sollozando esta frase del paraíso que nunca es tan seductora como a través de las lágrimas:
- Te adoro.
- Cosette, nunca he dado mi palabra de honor a nadie, porque mi palabra de honor me causa miedo; sé que al darla mi padre está a mi lado. Pues bien, te doy mi palabra de honor más sagrada, de que si te vas, yo moriré.
Había en el acento con que pronunció estas palabras una melancolía tan solemne y tan tranquila, que Cosette tembló.
- Ahora, escucha -continuó Marius-, no me esperes mañana.
- ¡Un día sin verte!
- Sacrifiquemos un día para tener tal vez toda la vida. Mira, creo que conviene que sepas la dirección de mi casa, por lo que pueda suceder; vivo con mi amigo Courfeyrac, en la calle de la Verrerie, número 16.
Metió la mano en el bolsillo sacó un cortaplumas, y con la hoja escribió en el yeso de la pared: "Calle de la Verrerie, 16".
Cosette entretanto lo miraba a los ojos.
- Dime lo que piensas, Marius; sé que tienes una idea. Dímela. ¡Oh, dímela para que pueda dormir esta noche!
- Mi idea es ésta: es imposible que Dios quiera separarnos. Espérame pasado mañana.
Mientras que Marius meditaba con la cabeza apoyada en el árbol, se le ocurrió una idea; una idea que él mismo tenía por insensata e imposible. Pero tomó una decisión violenta.