Los miserables (Labaila tr.)/II.3.6
Hacia las seis de la tarde de ese mismo día, un hombre descendía en Chelles del coche que hacía el viaje París-Lagny, y se iba por la senda que lleva a Montfermef, como quien se conoce bien el camino. Pero en lugar de entrar en el pueblo, se internó en el bosque.
Una vez allí, se fue caminando despacio, mirando con atención los árboles, como si buscara algo y siguiera una ruta sólo por él conocida. Por fin llegó a un claro donde había gran cantidad de piedras. Se dirigió con rapidez a ellas y las examinó cuidadosamente, como si les pasara revista. A pocos pasos de las piedras, se alzaba un árbol enorme lleno de esas especies de verrugas que tienen los troncos viejos.
Frente a este árbol, que era un fresno, había un castaño con una parte de su tronco descortezado, al que habían clavado como parche una faja de zinc.
Tocó el parche y luego dio de patadas a la tierra alrededor del árbol, como para asegurarse de que no había sido removida. Después de esto, prosiguió su camino por el bosque. Este era el hombre que acababa de encontrarse con Cosette. Se había dado cuenta que se trataba de una niña pequeña y se le acercó y tomó silenciosamente su cubo.
El hombre le dirigió la palabra. Hablaba con una voz grave y baja.
- Hija mía, lo que llevas ahí es muy pesado para ti.
Cosette alzó la cabeza y respondió:
- Sí, señor.
- Dame -continuó el hombre-, yo lo llevaré.
Cosette soltó el cubo. El hombre echó a andar junto a ella.
- En efecto, es muy pesado -dijo entre dientes.
Luego añadió:
- ¿Qué edad tienes, pequeña?
- Ocho años, señor.
- ¿Y vienes de muy lejos así?
- De la fuente que está en el bosque.
- ¿Y vas muy lejos?
A un cuarto de hora largo de aquí.
El hombre permaneció un momento sin hablar; después dijo bruscamente:
- ¿No tienes madre?
- No lo sé -respondió la niña.
Y antes que el hombre hubiese tenido tiempo para tomar la palabra, añadió:
- No lo creo. Las otras, sí; pero yo no la tengo.
Y después de un instante de silencio, continuó:
- Creo que no la he tenido nunca.
El hombre se detuvo, dejó el cubo en tierra, se inclinó, y puso las dos manos sobre los hombros de la niña, haciendo un esfuerzo para mirarla y ver su rostro en la oscuridad.
- ¿Cómo te llamas? -preguntó.
- Cosette.
El hombre sintió como una sacudida eléctrica. Volvió a mirarla, cogió el cubo y echó a andar.Al cabo de un instante preguntó:
- ¿Dónde vives, niña?
- En Montfermeil.
Volvió a producirse otra pausa, y luego el hombre continuó:
- ¿Quién te ha enviado a esta hora a buscar agua al bosque?
- La señora Thenardier.
El hombre replicó en un tono que quería esforzarse por hacer indiferente, pero en el cual había un temblor singular:
- ¿Quién es esa señora Thenardier?
- Es mi ama -dijo la niña-. Tiene una posada.
- ¿Una posada? -dijo el hombre-. Pues bien, allá voy a dormir esta noche. Llévame.
El hombre andaba bastante de prisa. La niña lo seguía sin trabajo; ya no sentía el cansancio; de vez en cuando alzaba los ojos hacia él con una especie de tranquilidad y de abandono inexplicable. Jamás le habían enseñado a dirigirse a la Providencia y orar: sin embargo, sentía en sí una cosa parecida a la esperanza y a la alegría, y que se dirigía hacia el Cielo. Pasaron algunos minutos. El hombre continuó:
- ¿No hay criada en casa de esa señora Thenardier?
- No, señor.
- ¿Eres tú sola?
- Sí, señor.
Volvió a haber otra interrupción. Luego Cosette dijo:
- Es decir, hay dos niñas, Eponina y Azelma, las hijas de la señora Thenardier.
- ¿Y qué hacen?
- ¡Oh! -dijo la niña-, tienen muñecas muy bonitas y muchos juguetes. Juegan y se divierten.
- ¿Todo el día?
- Sí, señor.
- ¿Y tú?
- Yo trabajo.
- ¿Todo el día?
Alzó la niña sus grandes ojos, donde había una lágrima que no se veía a causa de la oscuridad, y respondió blandamente:
- Sí, señor.
Después de un momento de silencio prosiguió:
- Algunas veces, cuando he concluido el trabajo y me lo permiten, me divierto también.
- ¿Cómo te diviertes?
- Como puedo. Me dan permiso; pero no tengo muchos juguetes. Eponina y Azelma no quieren que juegue con sus muñecas, y no tengo más que un pequeño sable de plomo, así de largo.
La niña señalaba su dedo meñique.
- ¿Y que no corta?
- Sí, señor -dijo la niña-; corta ensalada y cabezas de moscas.
Llegaron a la aldea; Cosette guió al desconocido por las calles. Pasaron por delante de la panadería, pero Cosette no se acordó del pan que debía llevar.
Al ver el hombre todas aquellas tiendas al aire libre, preguntó a Cosette:
- ¿Hay feria aquí?
- No, señor, es Navidad.
Cuando ya se acercaban al bodegón, Cosette le tocó el brazo tímidamente.
- ¡Señor!
- ¿Qué, hija mía?
- Ya estamos junto a la casa.
- Y bien...
- ¿Queréis que tome yo el cubo ahora? Porque si la señora ve que me lo han traído me pegará.
El hombre le devolvió el cubo. Un instante después estaban a la puerta de la taberna.