Los miserables (Labaila tr.)/V.5.3
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¿Qué se había hecho Jean Valjean?
Aprovechó un instante en que nadie lo miraba, y salió del salón. Habló con Vasco y se marchó.
Las ventanas del comedor daban a la calle. Permaneció algunos minutos de pie e inmóvil en la oscuridad, delante de aquellas ventanas iluminadas. Estaba escuchando. El confuso ruido del banquete llegaba hasta él. Oía la voz alta del abuelo, los violines, el sonido de los platos y los vasos, las carcajadas, y en medio de todo aquel alegre rumor, distinguía la dulce voz de Cosette.
Se fue a su casa. Al entrar encendió la vela y subió. La habitación estaba vacía; hasta faltaba Santos, quien desde ahora atendía a Cosette. Sus pisadas hacían en los cuartos más ruido que de ordinario.
Entró en el cuarto de Cosette. La cama sin hacer ofrecía a sus ojos el espectáculo de colchones arrollados y almohadas sin funda que daban a entender que nadie debía volver a acostarse en aquel lecho.
Volvió a su dormitorio. Había sacado el brazo del pañuelo, y se servía de la mano derecha sin ningún dolor.
Se acercó a la cama, y sus ojos, no sabemos si por casualidad o de intento, se fijaron en la "inseparable", como llamaba Cosette a la maleta que tanto la intrigaba. La abrió y fue sacando de ella uno a uno los vestidos con que diez años antes había partido Cosette de Montfermeil; primero el traje negro, después el pañuelo también negro, en seguida los zapatos, tan grandes que casi podrían servir aún a Cosette, por lo diminuto de su pie; el delantal y las medias de lana. El era quien había llevado a Montfermeil estos vestidos de luto para Cosette.
A medida que los sacaba de la maleta, iba poniéndolos en la cama.
Pensaba. Recordaba.
En invierno, en diciembre, con más frío que de costumbre, estaba tiritando la niña medio desnuda, apenas envuelta en harapos, con los pies amoratados y metidos en unos zuecos rotos, y él la había hecho dejar aquellos andrajos para vestirse de luto. La madre debió alegrarse en la tumba al ver a su hija de luto por ella y, sobre todo, al verla vestida y abrigada. Colocó en orden las prendas sobre la cama, el pañuelo junto a la falda, las medias junto a los zapatos, la camiseta al lado del vestido, y las contempló una tras otra, diciendo: "Este era su tamaño; tenía la muñeca en los brazos, había guardado el luis de oro en el bolsillo de este delantal, se reía, íbamos los dos tomados de la mano, no tenía más que a mí en el mundo".
Al llegar allí, su blanca y venerable cabeza cayó sobre el lecho. Aquel viejo corazón estoico pareció romperse y hundió el rostro en los vestidos de Cosette. Si entonces alguien hubiera pasado frente a su cuarto, habría oído sus desconsolados sollozos.
La antigua y terrible lucha, de la que hemos visto ya varias fases, empezó de nuevo. ¡Cuántas veces hemos visto a Jean Valjean luchando en medio de las tinieblas a brazo partido con su conciencia! ¡Cuántas veces la conciencia, precipitándolo hacia el bien, lo había oprimido y agobiado! ¡Cuántas veces, derribado a impulso de su luz, había implorado el perdón! ¡Cuántas veces aquella luz implacable, encendida en él y sobre él por el obispo, le había deslumbrado, cuanto deseaba ser ciego! ¡Cuántas veces se había vuelto a levantar en medio del combate, asiéndose de la roca, apoyándose en el sofisma, arrastrándose por el polvo, a veces vencedor de su conciencia, a veces vencido por ella!
Resistencia a Dios. Sudores mortales. ¡Qué de heridas secretas que sólo él veía sangrar! ¡Qué de llagas en su miserable existencia! ¡Cuántas veces se había erguido sangrando, magullado, destrozado, iluminado, con la desesperación en el corazón, y la serenidad en el alma! Vencido, se sentía vencedor.
Su conciencia, después de haberlo atormentado, terrible, luminosa, tranquila, le decía:
- ¡Ahora, ve en paz!
Pero, ¡ay! ¡Qué lúgubre paz, después de una lucha tan triste! La conciencia es, pues, infatigable e invencible. Sin embargo, Jean Valjean sabía que esa noche libraba su postrer combate. Como le había sucedido en otras ocasiones dolorosas, dos caminos se abrían ante él, uno lleno de atractivos, otro de terrores. ¿Por cuál debería decidirse? Tenía que escoger una vez más entre el terrible puerto y la sonriente emboscada. ¿Es, pues, cierto, que habiendo cura para el alma, no la hay para la suerte? ¡Cosa horrible, un destino incurable! La cuestión era ésta: ¿De qué manera iba a conducirse ante la felicidad de Cosette y de Marius?
El era quien había querido, quien había hecho aquella felicidad, por más que le destrozara el corazón. ¿Qué le correspondía hacer ahora? ¿Tratar a Cosette como si le perteneciera? Cosette ya era de otro; pero, ¿retendría Jean Valjean todo lo que podía retener de la joven? ¿Continuaría siendo la especie de padre que había sido hasta allí? ¿Se introduciría tranquilamente en la casa de Cosette? ¿Uniría sin decir palabra su pasado a aquel porvenir? ¿Entraría a participar de la suerte reservada a Cosette y Marius e intercalaría su catástrofe en medio de aquellas dos felicidades?
Es preciso estar habituado a los golpes de la fatalidad para atreverse a alzar los ojos, cuando ciertas preguntas se presentan en su horrible desnudez. El bien o el mal se hallan detrás de este severo punto de interrogación. ¿Qué vas a hacer?, pregunta la esfinge. Jean Valjean estaba habituado a las pruebas, y miró fijamente a la esfinge. Examinó el despiadado problema en todas sus fases.
Cosette era la tabla de salvación de aquel náufrago. ¿Qué debía hacer? ¿Asirse con todas sus fuerzas a ella o soltarla? Si se aferraba a ella se libraba del desastre; se salvaba, vivía. Si la dejaba ir, entonces, el abismo.
Combatía furioso dentro de sí mismo, ya con su voluntad, ya con sus convicciones. Fue una dicha haber podido llorar. Eso quizás lo iluminó. Al principio, no obstante, una tremenda tempestad se desencadenó en su alma. El pasado reaparecía; comparaba y sollozaba. La conciencia no desiste jamás. La conciencia no tiene límites siendo, como es, Dios. ¿No es digno de perdón el que al fin sucumbe? ¿No habrá un límite a la obediencia del espíritu? Si el movimiento perpetuo es imposible, ¿por qué ha de exigirse la abnegación perpetua? El primer paso no es nada; el último es el difícil. ¿Qué era lo de Champmathieu al lado del casamiento de Cosette y sus consecuencias? ¿Qué era la vuelta a presidio en comparación con la nada en que ahora iba a sumirse? ¿Cómo no apartar entonces el rostro? Jean Valjean entró por fin en la calma de la postración.
Pensó, meditó, consideró las alternativas de la misteriosa balanza de la luz y la sombra. Imponer su presidio a aquellos jóvenes, o consumar su irremediable anonadamiento. A un lado el sacrificio de Cosette; al otro el suyo propio. ¿Cuál fue su resolución? ¿Cuál fue la respuesta definitiva que dio en su interior al incorruptible interrogatorio de la fatalidad? ¿Qué puerta se decidió a abrir? ¿Qué parte de su vida resolvió condenar? Permaneció hasta el amanecer en la misma actitud, doblado sobre aquel lecho, prosternado bajo el enorme peso del destino, aniquilado tal vez, con las manos contraídas y los brazos extendidos en ángulo recto como un crucifijo desclavado, y colocado allí boca abajo.
Así estuvo doce horas, las doce horas de una larga noche de invierno, sin alzar la cabeza ni pronunciar una palabra, inmóvil como un cadáver, mientras que su pensamiento rodaba por el suelo o subía a las nubes.
Al verlo sin movimiento se le habría creído muerto; de improviso se estremeció, y su boca pegada a los vestidos de Cosette los llenó de besos. Entonces se vio que aún vivía. ¿Quién lo vio, si estaba solo? Ese quien está en las tinieblas.