Los miserables (Labaila tr.)/V.6.1
El 17 de febrero, pasadas las doce, Vasco oyó un ligero golpe en la puerta. Abrió y vio al señor Fauchelevent. Lo hizo pasar al salón, donde todo estaba aún revuelto y ofrecía el aspecto del campo de batalla de la fiesta de la víspera.
- ¿Se ha levantado vuestro amo? -preguntó Jean Valjean.
- ¿Cuál? ¿El antiguo o el nuevo?
- El señor de Pontmercy.
- ¿El señor barón? -dijo Vasco, con orgullo. Los criados gustan de recalcar los títulos, como si recogiesen algo para sí, las salpicaduras de cieno como las llamaría un filósofo-. Voy a ver. Le diré que el señor Fauchelevent le aguarda.
- No, no le digáis que soy yo. Decidle que hay una persona que desea hablarle en privado.
- ¡Ah! -exclamó Vasco.
- Quiero darle una sorpresa.
- ¡Ah! -repitió el criado pretendiendo explicar con esta segunda interjección el sentido de la primera. Y salió.
Marius entró con la cabeza erguida, risueño, el rostro inundado de luz, la mirada triunfante.
- ¡Sois vos, padre! -exclamó al ver a Jean Valjean-. Pero venís demasiado temprano, Cosette está durmiendo.
La palabra padre, dicha al señor Fauchelevent por Marius significaba felicidad suprema. Había existido siempre entre ambos frialdad y tensión. Pero Marius se encontraba ahora en ese punto de embriaguez en que las dificultades desaparecen, en que el hielo se derrite, en que el señor Fauchelevent era para él, como para Cosette, un padre.
Continuó; las palabras salían a torrentes, reacción propia de los divinos paroxismos de la felicidad:
- ¡Qué contento estoy de veros! ¡Si supiéseis cómo os echamos de menos ayer! ¿Cómo va esa mano? Mejor, ¿no es verdad?
Y satisfecho de la respuesta que se daba a sí mismo, prosiguió:
- Hemos hablado mucho de vos. ¡Cosette os quiere tanto! No vayáis a olvidaros de que tenéis aquí vuestro cuarto. Basta de calle del Hombre Armado. Basta. Vendréis a instalaros aquí y desde hoy o Cosette se enfadará. Habéis conquistado a mi abuelo, le agradáis sobremanera. Viviremos todos juntos. ¿Sabéis jugar al whist? En tal caso, mi abuelo hallará en vos cuanto desea. Los días que yo vaya al tribunal sacaréis a pasear a Cosette, la llevaréis del brazo, como hacíais en otro tiempo en el Luxemburgo. Estamos decididos a ser muy dichosos; y vos entráis en nuestra felicidad. ¿Oís, padre? Supongo que hoy almorzaréis con nosotros.
- Señor -dijo Jean Valjean-, tengo que comunicaros una cosa. Soy un ex presidiario.
El límite de los sonidos agudos perceptibles puede estar lo mismo fuera del alcance del espíritu que de la materia. Estas palabras: "Soy un expresidiario", al salir de los labios del señor Fauchelevent y al entrar en el oído de Marius, iban más allá de lo posible; Marius, pues, no oyó. Se quedó con la boca abierta.
Entonces advirtió que aquel hombre estaba desfigurado. En su felicidad no había notado la palidez terrible de su cara.
Jean Valjean desató el pañuelo negro que sostenía su brazo, se quitó la venda de la mano, descubrió el dedo pulgar, y dijo mostrándoselo a Marius:
- No tengo nada en la mano.
Marius miró el dedo.
- Ni he tenido jamás nada.
En efecto no se veía allí señal de ninguna herida.
Jean Valjean prosiguió:
- Convenía que no asistiera a vuestro casamiento, y me ausenté lo más que pude. Fingí esta herida para evitar falsedades; para no invalidar los contratos matrimoniales, para no tener que firmar.
- ¿Qué significa esto? -preguntó Marius entre dientes.
- Esto significa -respondió Jean Valjean- que estuve en presidio.
- ¡Vais a volverme loco!
- Señor de Pontmercy, he estado diecinueve años en presidio por robo. Luego se me condenó a cadena perpetua, también por robo, como reincidente y a estas horas estoy prófugo.
Marius hacía vanos esfuerzos por retroceder ante la realidad, por resistir a la evidencia.
- ¡Decidlo todo, todo! -exclamó-. ¡Sois el padre de Cosette!
Y dio dos pasos hacia atrás con un movimiento de horror indecible.
Jean Valjean irguió la cabeza con actitud majestuosa.
- ¡Padre de Cosette, yo! En nombre de Dios os juro que no, señor barón de Pontmercy. Soy un aldeano de Faverolles. Ganaba la vida podando árboles. No me llamo Fauchelevent, sino Jean Valjean. Ningún parentesco me une a Cosette. Tranquilizaos.
- ¿Y quién me prueba...? -balbuceó Marius.
- Yo. Yo, puesto que lo digo.
Marius miró a aquel hombre; estaba serio y tranquilo. La mentira no podía salir de semejante calma glacial.
- Os creo -dijo.
Jean Valjean inclinó la cabeza, y continuó:
- ¿Qué soy para Cosette? Un extraño. Hace diez años ignoraba mi existencia. La quiero mucho, es cierto. Cuando uno, ya viejo, ha visto crecer a una niña, es natural que la quiera. Los viejos se creen abuelos de todos los niños. Supongo que no iréis a considerarme desprovisto enteramente de corazón. Era huérfana. No tenía padre ni madre. Me necesitaba, y por eso le he consagrado todo mi cariño. Los niños son tan débiles que cualquiera, aun siendo un hombre de mi clase, puede servirles de protector. He cumplido ese deber con Cosette. No creo que esto merezca el nombre de buena acción; pero, si lo merece, yo la he ejecutado. Anotad esta circunstancia atenuante. Hoy Cosette deja mi casa, con lo cual nuestros caminos se separan, y en lo sucesivo no puedo hacer nada por ella. Cosette es ya la señora de Pontmercy. En cuanto a los seiscientos mil francos, aunque no me habléis de ellos, me anticipo a vuestro pensamiento. Es un depósito. ¿Cómo se hallaba en mis manos ese depósito? Poco importa. Devuelvo el depósito y no se me debe exigir más. Completo la restitución diciendo mi verdadero nombre. Es importante para mí que sepáis quién soy.
Y Jean Valjean clavó la vista en Marius.
Marius estaba atónito con la nueva situación que se abría ante él.
- Pero, ¿por qué me decís todo esto? ¿Quién os obligaba? Podíais guardar vuestro secreto. Nadie os ha denunciado. No sé os persigue. No se sabe vuestro paradero. Sin duda tenéis alguna razón para hacer, libremente, una revelación así. Acabad. Hay algo más. ¿Con qué motivo me habéis hecho esta confesión?
- ¿Qué motivo? -respondió Jean Valjean con una voz tan baja y tan sorda, que se hubiera dicho que hablaba consigo mismo más que con Marius-. ¿Qué motivo ha obligado al presidario a decir: soy un presidario? Pues bien, el motivo es extraño. Es por honradez. Mi mayor desgracia es un hilo que tengo en el corazón, y que me tiene amarrado. Esos hilos nunca son tan sólidos como cuando uno es viejo. Toda la vida se quiebra en derredor; ellos resisten. Si hubiera podido arrancar ese hilo, romperlo, desatar el nudo o cortarlo, irme muy lejos, me habría salvado; con partir de aquí bastaba. Sois felices y me marcho. Traté de romper ese hilo, pero resistió y no se ha roto; me arrancaba el corazón al hacerlo. Entonces dije: No puedo vivir en otra parte; necesito quedarme. Pero tenéis razón, soy un imbécil; ¿por qué no quedarme, simplemente? Me ofrecéis un cuarto en vuestra casa; la señora de Pontmercy me quiere mucho; vuestro abuelo desea mi compañía, habitaremos todos bajo el mismo techo, comeremos juntos, daré el brazo a Cosette... a la señora de Pontmercy, perdón, es la costumbre. La misma casa, la misma mesa, el mismo hogar, la misma chimenea en el invierno; el mismo paseo en el verano. ¡Esa es la felicidad, la dicha! Viviremos en familia. ¡En familia!
Al pronunciar esta palabra, Jean Valjean tomó un aspecto feroz. Cruzó los brazos, fijó la vista en el suelo como si quisiera abrir a sus pies un abismo, y exclamó con voz tonante:
- ¡En familia! No. No tengó familia. No pertenezco a la vuestra. No pertenezco a la familia de los hombres. Estoy de sobra en las casas donde se vive en común. Hay familias, mas no para mí. Soy el miserable, el extraño. Apenas sé si he tenido padres. El día en que casé a esa niña, todo terminó; la vi dichosa, unida al hombre a quien ama, y junto a ambos ese buen anciano, y me dije: Tú no debes entrar. Fácil me era mentir, engañarlos a todos, seguir siendo el señor Fauchelevent. Mientras fue por el bien de ella, he mentido; pero hoy que se trata sólo de mí, no debo hacerlo. Me preguntáis quién me ha obligado a hablar. Os contesto que es algo muy raro: mi conciencia. Pasé la noche buscando buenas razones; se me han ocurrido algunas excelentes; pero no he logrado ni romper el hilo que aprisiona mi corazón, ni hacer callar a alguien que me habla cuando estoy solo. Por eso he venido a decíroslo todo, o casi todo; pues lo que concierne únicamente a mi persona me lo guardo. Sabéis lo esencial. Os he revelado mi secreto. Bastante me ha costado decidirme, he luchado toda la noche. Sí, seguir siendo Fauchelevent arreglaba todo, todo menos mi alma. ¡Ah! ¿Pensáis que callar es fácil? Hay un silencio que miente y había que mentir, ser embustero, indigno, vil, traidor en todas partes, de noche, de día, mirando cara a cara a Cosette. ¿Y para qué? ¡Para ser feliz! ¿Acaso tengo ese derecho? No. En cambio así no soy sino el más infeliz de los hombres, en el otro caso hubiera sido el más monstruoso.
Jean Valjean se detuvo un instante, luego siguió con una voz siniestra.
- No soy perseguido, decís. ¡Sí, soy perseguido, y acusado y denunciado! ¿Por quién? Por mí. Yo mismo me he cerrado el camino. No hay mejor carcelero que uno mismo. Para ser feliz, señor, se necesita no comprender el deber, porque una vez comprendido, la conciencia es implacable. Se diría que os castiga, pero no, os recompensa; os lleva a un infierno donde se siente junto a sí a Dios.
Y con indecible acento añadió:
- Señor de Pontmercy; esto no tiene sentido común; soy un hombre honrado. Degradándome a vuestros ojos, me elevo a los míos. Esto me sucedió ya antes. Sí, soy un hombre honrado. No lo sería si por mi culpa hubieseis continuado estimándome; ahora que me despreciáis, lo soy. Tengo la fatalidad de que no pudiendo jamás poseer sino una consideración robada, esa consideración me humilla y agobia interiormente, y necesito, para el respeto propio, el desprecio de los demás. Entonces alzo la frente. Soy un presidiario que obedece a su conciencia; caso raro, lo sé. He contraído compromisos conmigo mismo y los cumplo. Hay encuentros que nos ligan, y casualidades que nos impulsan por el camino del deber.
Jean Valjean hizo otra pausa tragando la saliva con esfuerzo, como si sus palabras tuviesen un sabor amargo, y luego prosiguió:
- Cuando se horroriza uno de sí mismo hasta ese extremo, no tiene derecho para hacer a los demás partícipes, sin saberlo, de su horror. En vano Fauchelevent me prestó su nombre en agradecimiento por un favor; no me asiste derecho para llevarlo y aunque él haya querido dármelo, yo no he podido aceptarlo. Un nombre es la personalidad. Sustraer un nombre, y cubrirse con él, está mal hecho. Tan grave delito es robar letras del alfabeto como robar un reloj. ¡Ser una firma falsa en carne y hueso, una llave falsa viva; entrar en casa de las personas honradas falseando la cerradura; no mirar nunca sino de través, encontrarme infame en el fondo de mi corazón! ¡No, no, no! Vale más padecer; sangrar, llorar, pasar las noches en las convulsiones de la agonía, roerse el alma. Por eso os he contado lo que acabáis de oír.
Respiró penosamente, y pronunció después esta última frase:
- En otro tiempo, para vivir robé un pan: hoy para vivir no quiero robar un nombre.
- ¡Para vivir! -dijo Marius-. ¿Acaso necesitáis de ese nombre para vivir?
- ¡Ah! Yo me entiendo -respondió Jean Valjean.
Hubo un silencio. Los dos callaban, hundido cada cual en un abismo de pensamientos. Marius, sentado junto a una mesa; Jean Valjean paseándose por la habitación. Notó que Marius lo miraba caminar, y le dijo con un acento indescriptible:
- Arrastro un poco la pierna. Ahora comprenderéis por qué.
Miró de frente a Marius, y continuó:
- Y ahora figuraos que nada he dicho, que soy el señor Fauchelevent, que vivo en vuestra casa, que soy de la familia, que tengo mi cuarto, que por la tarde vamos los tres al teatro, que acompaño a la señora de Pontmercy a las Tullerías y a la Plaza Real; en una palabra, que me creéis igual a vos. Y el día menos pensado, cuando estemos los dos conversando, oís una voz que grita este nombre: Jean Valjean, y veis salir de la sombra esa mano espantosa, la policía, que me arranca mi máscara bruscamente.
Calló de nuevo; Marius se había levantado con un estremecimiento. Jean Valjean prosiguió:
- ¿Qué decís?
Marius no acertó a desplegar los labios.
- Ya veis que he tenido razón en hablar. Sed dichosos, vivid en el cielo, sin preocuparos de cómo un pobre condenado desgarra su pecho y cumple con su deber. Tenéis delante de vos, señor, a un hombre miserable.
Marius cruzó lentamente el salón, y, cuando estuvo frente a Jean Valjean, le tendió la mano; pero tuvo que coger él mismo esa mano que no se le daba. Le pareció que estrechaba en la suya una mano de mármol.
- Mi abuelo tiene amigos -dijo Marius- yo os conseguiré el perdón.
- Es inútil -respondió Jean Valjean-. Se me cree muerto, y basta. Los muertos no están sometidos a la vigilancia de la policía. Se les deja podrirse tranquilamente. La muerte equivale al perdón.
Y retirando su mano de la de Marius, añadió con una especie de dignidad inexorable:
- No necesito más que un perdón: el de mi conciencia.
En aquel momento la puerta se entreabrió poco a poco al extremo opuesto del salón, y apareció la cabeza de Cosette. Tenía los párpados hinchados aún por el sueño.
Miró primero a su esposo, luego a Jean Valjean, y les gritó riendo:
- ¡Apostaría a que habláis de política! ¡Qué necedad! ¡En vez de estar conmigo!
Jean Valjean se estremeció.
- Cosette... -tartamudeó Marius, y se detuvo.
Parecían dos criminales. Cosette, radiante de felicidad y de hermosura, seguía mirándolos.
- Os he cogido in fraganti -dijo Cosette-. Acabo de oír a través de la puerta las palabras de mi padre. La conciencia, el cumplimiento del deber. No cabe duda. Hablabais de política. ¡Hablar de política al día siguiente de la boda! No me parece justo.
- Te engañas, Cosette -respondió Marius-. Hablábamos de negocios. Buscábamos el medio mejor de colocar tus seiscientos mil francos, y...
- Pues si no es más que eso -interrumpió Cosette-, aquí me tenéis ¿Se me admite?
- Necesitamos estar solos ahora, Cosette.
Jean Valjean no pronunciaba una palabra. Cosette se volvió hacia él:
- Lo primero que quiero, padre, es que me deis un abrazo y un beso.
Jean Valjean se acercó. Cosette retrocedió, exclamando:
- ¡Qué pálido estáis, padre! ¿Os duele el brazo?
- No, ya está bien.
- ¿Habéis dormido mal?
- No.
- ¿Estáis triste?
- No.
- ¡Vaya, un beso! Si os sentís bien, si dormís mejor, si estáis contento, no os reñiré.
Y le presentó la frente. Jean Valjean la besó.
- Cosette -dijo Marius en tono suplicante-, déjanos solos, por favor. Tenemos que terminar cierto asunto.
- ¡Está bien! Me marcho.
Marius se cercioró de que la puerta estaba bien cerrada.
- ¡Pobre Cosette! -murmuró-, cuando sepa...
A estas palabras, Jean Valjean se estremeció y clavó en Marius la vista.
- ¡Cosette! ¡Ah! Os lo suplico, señor, os lo ruego por lo más sagrado, dadme vuestra palabra de no decirle nada. ¿No basta que vos lo sepáis? Nadie me ha obligado a delatarme, lo he hecho porque he querido. Pero ella ignora estas cosas, y se asustaría. ¡Un presidiario! ¡Oh, Dios mío!
Se dejó caer en un sillón, y ocultó el rostro entre las manos. Por el movimiento de los hombros se notaba que lloraba. Lágrimas silenciosas; lágrimas terribles.
Marius le oyó decir tan bajo que su voz parecía salir de un abismo sin fondo:
- ¡Quisiera morir!
- Serenaos -dijo Marius-; guardaré vuestro secreto para mí solo.
Y luego añadió:
- Me es imposible no deciros algo sobre el depósito que tan fiel y honradamente habéis entregado. Es un acto de probidad. Merecéis que se os recompense. Fijad vos mismo la cantidad, y no temáis que sea muy elevada.
- Gracias -respondió Jean Valjean, con dulzura.
Permaneció pensativo un momento; después alzó la voz:
- Todo ha concluido. Me queda una sola cosa...
- ¿Cuál?
Jean Valjean tuvo una última vacilación y sin voz, casi sin aliento, balbuceó:
- Ahora que lo sabéis todo, ¿creéis, señor, que no debo volver a ver a Cosette?
- Sería lo más acertado -respondió fríamente Marius.
- No volveré a verla -dijo Jean Valjean.
Y se dirigió hacia la puerta.
Puso la mano en la cerradura, se quedó un segundo inmóvil, luego cerró de nuevo y se encaró con Marius. No estaba ya pálido, sino lívido. Sus ojos no tenían ya lágrimas sino una especie de luz trágica. Su voz había cobrado cierta extraña serenidad.
- Si queréis, señor, vendré a verla. Os aseguro que lo deseo con toda mi alma. Si no esperara ver a Cosette, no os habría hecho esta confesión. Hubiera partido simplemente. Pero como quiero permanecer en el pueblo donde vive Cosette y continuar viéndola, me ha parecido que debía deciros la verdad. Me comprendéis, ¿no es cierto? Es razonable lo que digo. Nueve años hace que no nos separamos. Desde mi habitación la oía tocar el piano. Esa ha sido mi vida. Nunca nos hemos separado. Nueve años y algunos meses ha durado esto. Era para ella un padre; y se creía mi hija. No sé si me comprenderéis, señor Pontmercy, pero os aseguro que me sería difícil marcharme ahora y no volverla a ver, no hablarle más, quedarme sin nada en el mundo. Si no os pareciera mal, vendría de vez en cuando a ver a Cosette. No lo haría con frecuencia, ni permanecería aquí mucho tiempo. Daríais orden de que se me recibiese en la salita del primer piso, y hasta entraría por la puerta trasera, la de los criados. Lo esencial es, señor, que desearía ver alguna vez a Cosette, tan pocas como queráis. Poneos en mi lugar. Además de que si no volviese, a ella le extrañaría. Lo que podré hacer es venir por la tarde cuando empiece ya a oscurecer.
- Vendréis todas las tardes -dijo Marius-, y Cosette os aguardará.
- ¡Qué bueno sois, señor! -respondió Jean Valjean.
Marius se despidió de él; la felicidad acompañó hasta la puerta a la desesperación, y aquellos dos hombres se separaron.