Los miserables (Labaila tr.)/IV.6.1
¿De qué se compone un motín? De todo y de nada. De una electricidad que se desarrolla poco a poco, de una llama que se forma súbitamente, de una fuerza vaga, de un soplo que pasa. Este soplo encuentra cabezas que hablan, cerebros que piensan, almas que padecen, pasiones que arden, miserias que se lamentan, y arrastra todo. ¿Adónde? Al ocaso. A través del Estado, a través de las leyes, a través de la prosperidad y de la insolencia de los demás.
La convicción irritada, el entusiasmo frustrado, la indignación conmovida, el instinto de guerra reprimido, el valor de la juventud exaltada, la ceguera generosa, la curiosidad, el placer de la novedad, la sed de lo inesperado, los odios vagos, los rencores, las contrariedades, la vanidad, el malestar, las ambiciones, la ilusión de que un derrumbamiento lleve a una salida; y en fin, en lo más bajo, la turba, ese lodo que se convierte en fuego: tales son los elementos del motín.
Sin duda, los motines tienen su belleza histórica; la guerra de las calles no es menos grandiosa ni menos patética que la guerra del campo.
El movimiento de 1832 tuvo, en su rápida explosión y en su lúgubre extinción, tal magnitud que aún aquellos que lo consideran sólo un motín, hablan de él con respeto. Una revolución no se corta en un día; tiene siempre necesariamente algunas ondulaciones antes de volver al estado de paz.
Esta crisis patética de la historia contemporánea, que la memoria de los parisienses llama la época de los motines, es seguramente una hora característica entre las más tempestuosas de este siglo.
Los hechos que vamos a referir pertenecen a esa realidad dramática y viva que el historiador desprecia muchas veces por falta de tiempo y de espacio. Sin embargo, insistimos, en ella está la vida, la palpitación, el temblor humano.
La época llamada de los motines abunda en hechos pequeños. Nosotros vamos a sacar a la luz, entre particularidades conocidas y publicadas, cosas que no se han sabido, hechos sobre los cuales ha pasado el olvido de unos y la muerte de otros.
La mayor parte de los adores de estas escenas gigantescas han desaparecido, pero podemos decir que lo que relatamos, lo hemos visto. Cambiaremos algunos nombres, porque la historia refiere y no denuncia.
En este libro no mostraremos más que un lado y un episodio, seguramente el menos conocido, de las jornadas de los días 5 y 6 de junio de 1832; pero lo haremos de modo que el lector entrevea, bajo el sombrío velo que vamos a levantar, la figura real de esta terrible aventura del pueblo.