Los miserables (Labaila tr.)/III.5.4
A Marius le gustaba aquel anciano cándido que caía lentamente en una indigencia que lo asombraba sin entristecerlo todavía. Marius se encontraba con Courfeyrac y buscaba al señor Mabeuf, claro que sólo unas dos veces al mes a lo sumo.
Marius se inclinaba demasiado hacia la meditación y descuidaba el trabajo; pasaba días enteros dedicado a vagar y a soñar. Decidió hacer el mínimo posible de trabajo material para dejar mayor tiempo a la contemplación. Su máximo placer era hacer largos paseos por el Campo de Marte o por las avenidas menos frecuentadas del Luxemburgo. Los transeúntes lo miraban con sorpresa y desconfiaban de él por su aspecto. Pero era sólo un joven pobre que soñaba sin motivo alguno.
En uno de esos paseos descubrió el caserón Gorbeau, y su aislamiento y el bajo alquiler lo tentaron. Allí se instaló; lo conocían por el señor Marius.
Sus pasiones políticas se habían desvanecido; la revolución de 1830 las había calmado. A decir verdad, ahora no tenía opiniones, sino más bien simpatías. ¿De qué partido estaba? Del partido de la humanidad. Dentro de la humanidad, Francia; dentro de Francia elegía al pueblo; en el pueblo, elegía a la mujer.
Creía, y probablemente tenía razón, haber llegado a la verdad de la vida y de la filosofía humana, y había concluido por mirar sólo el cielo, la única cosa que la verdad puede ver del fondo de su pozo.
En medio de tales ensueños, cualquiera que mirara dentro del alma de Marius, habría quedado deslumbrado de su pureza.
Hacia mediados de este año 1831, la mujer que servía a Marius le contó que iban a echar a la calle a sus vecinos, la miserable familia Jondrette. Marius, que pasaba casi todo el día fuera de casa, apenas sabía si tenía vecinos.
- ¿Y por qué les quitan la pieza?
- Porque no pagan el alquiler. Deben dos plazos.
- ¿Y cuánto es?
- Veinte francos.
Marius tenía treinta francos ahorrados en un cajón.
- Tomad -dijo a la vieja-, ahí tenéis veinticinco. Pagad por esa pobre gente, dadles cinco francos, y no digáis que lo hago yo.