Los miserables (Labaila tr.)/V.1.5
En ese mismo momento, en los jardines del Luxemburgo -porque la mirada del drama debe estar presente en todas partes-, dos niños caminaban tomados de la mano. Uno tendría siete años, el otro, cinco. Vestían harapos y estaban muy pálidos. El más pequeño decía: "Tengo hambre". El mayor, con aire protector, lo guiaba.
El jardín estaba desierto y las rejas cerradas, a causa de la insurrección. Los niños vagaban, solos, perdidos. Eran los mismos que movieron a compasión a Gavroche; los hijos de los Thenardier, atribuidos a Gillenormand, entregados a la Magnon.
Fue necesario el trastorno de la insurrección para que niños abandonados como esos entraran a los jardines prohibidos a los miserables. Llegaron hasta la laguna y, algo asustados por el exceso de luz, trataban de ocultarse, instinto natural del pobre y del débil, y se refugiaron detrás de la casucha de los cisnes.
A lo lejos se oían confusos gritos, un rumor de disparos y cañonazos. Los niños parecían no darse cuenta de nada. Al mismo tiempo, se acercó a la laguna un hombre con un niño de seis años de la mano, sin duda padre a hijo.
El niño iba vestido de guardia nacional, por el motín, y el padre de paisano, por prudencia. Divisó a los niños detrás de la casucha.
- Ya comienza la anarquía -dijo-, ya entra cualquiera en este jardín.
En esa época, algunas familias vecinas tenían llave del Luxemburgo.
El hijo, que llevaba en la mano un panecillo mordido, parecía disgustado y se echó a llorar, diciendo que no quería comer más.
- Tíraselo a los cisnes -le dijo el padre.
El niño titubeó. Aunque uno no quiera comerse un panecillo, esa no es razón para darlo.
- Tienes que ser más humano, hijo. Debes tener compasión de los animales.
Y tomando el panecillo, lo tiró al agua. Los cisnes nadaban lejos y no lo vieron. En ese momento aumentó el tumulto lejano.
- Vámonos, -dijo el hombre-, atacan las Tullerías.
Y se llevó a su hijo.
Los cisnes habían visto ahora el panecillo y nadaban hacia él. Al mismo tiempo que ellos, los dos niños se habían acercado y miraban el pastel.
En cuanto desaparecieron padre e hijo, el mayor se tendió en la orilla y, casi a riesgo de caerse, empezó a acercar el panecillo con una varita. Los cisnes, al ver al enemigo, nadaron más rápido, haciendo que las olas que producían fueran empujando suavemente el panecillo hacia la varita. Cuando los cisnes llegaban a él, el niño dio un manotazo, tomó el panecillo, ahuyentó a los cisnes y se levantó.
El panecillo estaba mojado, pero ellos tenían hambre y sed. El mayor lo partió en dos, dio el trozo más grande a su hermano y le dijo:
- ¡Zámpatelo a la panza!