Los miserables (Labaila tr.)/I.5.7
Tal era la situación cuando volvió Fantina. Nadie se acordaba de ella, pero afortunadamente la puerta de la fábrica del señor Magdalena era como un rostro amigo.
Se presentó y fue admitida. Cuando vio que vivía con su trabajo, tuvo un momento de alegría. Ganarse la vida con honradez, ¡qué favor del cielo! Recobró verdaderamente el gusto del trabajo. Se compró un espejo, se regocijó de ver en él su juventud, sus hermosos cabellos, sus hermosos dientes; olvidó muchas cosas; no pensó sino en Cosette y en el porvenir, y fue casi feliz. Alquiló un cuartito y lo amuebló de fiado sobre su trabajo futuro.
No pudiendo decir que estaba casada, se guardó mucho de hablar de su pequeña hija. En un principio pagaba puntualmente a los Thenardier; les escribía con frecuencia, y esto se notó. Se empezó a decir en voz baja en el taller de mujeres que Fantina "escribía cartas".
Ciertas personas son malas únicamente por necesidad de hablar. Su palabra necesita mucho combustible y el combustible es el prójimo.
Observaron, pues, a Fantina.
Constataron que en el taller muchas veces la veían enjugar una lágrima. Se descubrió que escribía por lo menos dos veces al mes. Lograron leer un sobre dirigido al señor Thenardier, en Montfermeil. Sobornaron a quien le escribía las cartas y así supieron que Fantina tenía una hija.
Una de las mujeres hizo el viaje a Montfermeil, habló con los Thenardier, y dijo a su vuelta:
- Mis treinta y cinco francos me ha costado, pero lo sé todo. He visto a la criatura. Esta mujer era la señora Victurnien, guardiana de la virtud de todo el mundo. De joven se casó con un monje escapado del claustro, que se pasó de los Bernardinos a los Jacobinos. Tenía ahora cincuenta años; era fea, de voz temblorosa, seca, ruda, brusca, casi venenosa.
Una mañana le entregó a Fantina, de parte del señor alcalde, cincuenta francos, diciéndole que ya no formaba parte del taller, y que el señor alcalde la invitaba a abandonar el pueblo.
Fantina quedó aterrada. No podía salir del pueblo; debía el alquiler de la casa y de los muebles, cincuenta francos no eran bastantes para solventar estas deudas. Balbuceó algunas palabras de súplica; pero se le dio a entender que tenía que salir inmediatamente.
Oprimida por la vergüenza más que por la desesperación, salió de la fábrica y se fue a su casa. Su falta era, pues, conocida por todos.
No se sentía con fuerzas para decir una palabra. Le aconsejaron que hablara con el alcalde; pero no se atrevió. El alcalde le daba cincuenta francos, porque era bueno, y la despedía, porque era justo. Se sometió, pues, a su decreto.
Pero el señor Magdalena no supo nada de aquello. Había puesto al frente de este taller a la viuda del monje, y confió plenamente en ella.
Convencida de que obraba en bien de la moral, esta mujer instruyó el proceso, juzgó, condenó y ejecutó a Fantina. Los cincuenta francos que le diera los tomó de una cantidad que el señor Magdalena le daba para ayudar a las obreras en sus problemas, y de la cual ella no rendía cuenta.
Fantina se ofreció como criada en la localidad, y fue de casa en casa. Nadie la admitió. Tampoco pudo dejar el pueblo, a causa de sus deudas.
Se puso a coser camisas para los soldados de la guarnición, con lo que ganaba doce sueldos al día; su hija le costaba diez. Entonces fue cuando comenzó a pagar mal a los Thenardier.
Fantina aprendió cómo se vive sin fuego en el invierno, cómo se ahorra la vela comiendo a la luz de la ventana de enfrente. Nadie conoce el partido que ciertos seres débiles que han envejecido en la miseria y en la honradez saben sacar de un cuarto. Llega esto hasta ser un talento. Fantina adquirió este sublime talento, y recobró un poco su valor. Quien le dio lo que se puede llamar sus lecciones de vida indigente fue su vecina Margarita; era una santa mujer, pobre y caritativa con los pobres y también con los ricos, que apenas sabía firmar mal su nombre, pero que creía en Dios, que es la mayor ciencia.
Al principio Fantina no se atrevía a salir a la calle. Cuando la veían, la apuntaban con el dedo, todos la miraban y nadie la saludaba. El desprecio áspero y frío penetraba en su carne y en su alma como un hielo.
Pero hubo de acostumbrarse a la desconsideración como se acostumbró a la indigencia. A los dos o tres meses empezó a salir como si nada pasara. "Me da lo mismo", decía.
El exceso de trabajo la cansaba y su tos seca aumentaba.
El invierno volvió. Días cortos, menos trabajo. En invierno no hay calor, no hay luz, no hay mediodía; la tarde se junta con la mañana; todo es niebla, crepúsculo; la ventana está empañada, no se ve claro. Fantina ganaba poquísimo y sus deudas aumentaban.
Los Thenardier, mal pagados, le escribían a cada instante cartas cuyo contenido la afligía y cuyo exigencia la arruinaba. Un día le escribieron que su pequeña Cosette estaba enteramente desnuda con el frío que hacía, que tenía necesidad de ropa de lana, y que era preciso que su madre enviase diez francos para ella. Recibió la carta y la estrujó entre sus manos todo el día. Por la noche entró en la casa de un peluquero que habitaba en la calle, y se quitó el peine. Sus admirables cabellos rubios le cayeron hasta las caderas.
- ¡Hermoso pelo! -exclamó el peluquero.
- ¿Cuánto me daréis por él? -dijo ella.
- Diez francos.
- Cortadlo.
Compró un vestido de lana y lo envió a los Thenardier, los cuales se pusieron furiosos. Dinero era lo que ellos querían. Dieron el vestido a Eponina; y la pobre Alondra continuó tiritando.
Fantina pensó: "Mi niña no tiene frío. La he vestido con mis cabellos". Cuando vio que no se podía peinar, tomó odio a todo, comenzando por el señor Magdalena, a quien culpaba de todos sus males.
Tuvo un amante, a quien no amaba, de pura rabia. Era una especie de músico mendigo que la abandonó muy pronto. Mientras más descendía, más se oscurecía todo a su alrededor y más brillaba su hijita, su pequeño ángel, en su corazón.
- Cuando sea rica, tendré a mi Cosette a mi lado -decía y se reía.
Cierto día recibió una nueva carta de los Thenardier: "Cosette está muy enferma. Tiene fiebre miliar. Necesita medicamentos caros, lo cual nos arruina, y ya no podemos pagar más. Si no nos enviáis cuarenta francos antes de ocho días, la niña habrá muerto".
- ¡Cuarenta francos!, es decir, ¡dos napoleones de oro! ¿De dónde quieren que yo los saque? ¡Qué tontos son esos aldeanos!
Y se echó a reír, histérica. Más tarde bajó y salió corriendo y siempre riendo.
- ¡Cuarenta francos! -exclamaba y reía.
Al pasar por la plaza vio mucha gente que rodeaba un extraño coche sobre el cual peroraba un hombre vestido de rojo. Era un charlatán, dentista de oficio, que ofrecía al público dentaduras completas, polvos y elixires. Vio a aquella hermosa joven y le dijo:
- ¡Hermosos dientes tenéis, joven risueña! Si queréis venderme los incisivos, os daré por cada uno un napoleón de oro.
- ¿Y cuáles son los incisivos? -preguntó Fantina.
- Incisivos -repuso el profesor dentista- son los dientes de delante, los dos de arriba.
- ¡Qué horror! -exclamó Fantina.
- ¡Dos napoleones de oro! -masculló una vieja desdentada que estaba allí-. ¡Vaya una mujer feliz!
Fantina echó a correr, y volvió a su pieza. Releyó la carta de los Thenardier. A la mañana siguiente, cuando Margarita entró en el cuarto de Fantina antes de amanecer, porque trabajaban siempre juntas y de este modo no encendían más que una luz para las dos, la encontró pálida, helada.
- ¡Jesús! ¿Qué tenéis, Fantina?
- Nada -respondió Fantina-. Al contrario. Mi niña no morirá de esa espantosa enfermedad por falta de medicinas. Estoy contenta. Tengo los dos napoleones.
Al mismo tiempo se sonrió. La vela alumbró su rostro. En la boca tenía un agujero negro. Los dos dientes habían sido arrancados. Envió, pues, los cuarenta francos a Montfermeil.
Había sido una estratagema de los Thenardier para sacarle dinero. Cosette no estaba enferma.
Fantina ya no tenía cama y le quedaba un pingajo al que llamaba cobertor, un colchón en el suelo y una silla sin asiento. Había perdido el pudor; después perdió la coquetería y últimamente hasta el aseo. A medida que se rompían los talones iba metiendo las medias dentro de los zapatos. Pasaba las noches llorando y pensando; tenía los ojos muy brillantes, y sentía un dolor fijo en la espalda. Tosía mucho; pasaba diecisiete horas diarias cosiendo, pero un contratista del trabajo de las cárceles que obligaba a trabajar más barato a las presas, hizo de pronto bajar los precios, con lo cual se redujo el jomal de las trabajadoras libres a nueve sueldos. Por ese entonces Thenardier le escribió diciendo que la había esperado mucho tiempo con demasiada bondad; que necesitaba cien francos inmediatamente; que si no se los enviaba, echaría a la calle a la pequeña Cosette.
- Cien francos -pensó Fantina-. ¿Pero dónde hay ocupación en qué ganar cien sueldos diarios? No hay más remedio -dijo-, vendamos el resto.
La infortunada se hizo mujer pública.