Los miserables (Labaila tr.)/II.5.3
Frente a él se alzaba una muralla. Un tilo extendía su ramaje por encima y la pared estaba cubierta de hiedra. En el inminente peligro en que se encontraba, aquel edificio sombrío tenía algo de deshabitado y de solitario que lo atraía. Lo recorrió ávidamente con los ojos. Se decía que si llegaba a entrar ahí, quizá se salvaría. Concibió, pues, una idea y una esperanza. En ese momento escuchó a alguna distancia de ellos un ruido sordo y acompasado. Jean Valjean se aventuró a echar una mirada por la esquina. Un pelotón de siete a ocho soldados acababa de desembocar en la calle y se dirigía hacia él.
Estos soldados, a cuyo frente se distinguía la alta estatura de Javert, avanzaban lentamente y con precaución. Se detenían con frecuencia; era evidente que exploraban todos los rincones de los muros y todos los huecos de las puertas. Sin duda Javert había encontrado una patrulla y le había pedido auxilio.
Al paso que llevaban, y con las paradas que hacían, tardarían alrededor de un cuarto de hora para llegar al sitio en que estaba Jean Valjean. Fue un momento horrible. Sólo algunos minutos lo separaban de aquel espantoso precipicio que se abría ante él por tercera vez. El presidio ahora no era ya el presidio solamente; era perder a Cosette para siempre. Sólo había una salida posible. Jean Valjean tenía los pensamientos de un santo y la temible astucia de un presidiario. Midió con la vista la muralla. Tenía unos dieciocho pies de altura. La tapia estaba coronada de una piedra lisa sin tejadillo. La dificultad era Cosette, que no sabía escalar. Jean Valjean no pensó siquiera en abandonarla; pero subir con ella era imposible. Necesitaba una cuerda. No la tenía. Ciertamente si en aquel momento Jean Valjean hubiera tenido un reino, lo hubiera dado por una cuerda.
Todas las situaciones críticas tienen un relámpago que nos ciega o nos ilumina. Su mirada desesperada encontró el brazo del farol del callejón. En esa época se encendían los faroles haciendo bajar los reverberos por medio de una cuerda, que luego al subirlos quedaba encerrada en un cajoncito de metal. Con la energía de la desesperación, atravesó la calle de un brinco, hizo saltar la cerradura del cajoncito con la punta de su cuchillo, y volvió en seguida adonde estaba Cosette. Ya tenía la cuerda.
- Padre -dijo en voz muy baja Cosette-, tengo miedo. ¿Quién viene?
- ¡Chist -respondió Jean Valjean-, es la Thenardier!
Cosette se estremeció.
- No hables -añadió él-; si gritas, si lloras, la Thenardier lo descubre. Viene a buscarte.
Ató a la niña a un extremo de la cuerda, cogió el otro extremo con los dientes, se quitó los zapatos y las medias, los arrojó por encima de la tapia, y principió a elevarse por el ángulo de la tapia y de la fachada con la misma seguridad que si apoyase en escalones los pies y los codos. Menos de medio minuto tardó en ponerse de rodillas sobre la tapia.
Cosette lo miraba con estupor sin pronunciar una palabra. El nombre de la Thenardier la había dejado helada. De pronto oyó la voz de Jean Valjean que le decía:
- Acércate a la pared.
Obedeció y sintió que se elevaba sobre el suelo. Antes que tuviera tiempo de pensar, estaba en lo alto de la tapia. Jean Valjean la cogió, se la puso en los hombros, y se arrastró por lo alto de la pared hasta la esquina. Como había sospechado, había allí un cobertizo cuyo tejado bajaba hasta cerca del suelo por un plano suavemente inclinado casi tocando al tilo.
Feliz circunstancia, porque la tapia por aquel lado era mucho más alta que en el resto del muro. Jean Valjean veía el suelo a una gran distancia. Acababa de llegar al plano inclinado del tejado, y aún no había abandonado lo alto del muro, cuando un ruido violento anunció la llegada de la patrulla. Se oyó la voz tonante de Javert:
- Registrad el callejón. Seguro que está aquí.
Jean Valjean se deslizó a lo largo del tejado sosteniendo a Cosette, llegó al tilo y saltó a tierra.