Los miserables (Labaila tr.)/IV.2.3

Los Miserables
Cuarta parte: "Idilio en calle Plumet y epopeya en calle Saint-Denis"
Libro segundo: "Eponina"
Capítulo III: Aparición al señor Mabeuf​
 de Víctor Hugo

Mientras Marius descendía lentamente por esos lúgubres escalones que conducen a los lugares sin luz, el señor Mabeuf los bajaba de otra manera.

Al anciano todas las opiniones políticas le eran indiferentes, y las aprobaba todas para que lo dejaran tranquilo. Su postura política era la de amar apasionadamente las plantas, pero sobre todo amar los libros. Tenía como todo el mundo su terminación en -ista, sin la cual nadie habría podido vivir en esa época, pero no era ni realista, ni bonapartista, ni anarquista; él era coleccionista de libros antiguos. Uniendo sus dos pasiones, había publicado un libro, La flora en los alrededores de Cauteretz.

Vivía solo con una vieja ama de llaves, a quien llamaba, sin que ella comprendiera por qué, la señora Plutarco.

En 1830, por un error legal, perdió todo lo que tenía. Además, la Revolución de Julio provocó una crisis que afectó a las librerías y, por supuesto, en los malos tiempos lo primero que deja de venderse es un libro sobre la flora. Dejó su cargo en la parroquia y se mudó a una especie de choza, cerca del jardín Botánico, donde le permitieron utilizar un pequeño pedazo de tierra para sus ensayos de siembras de añil.

Había reducido su almuerzo a dos huevos, y dejaba uno de ellos a su vieja criada, a la cual no había pagado el salario hacía quince meses. Muchas veces, el almuerzo era su única comida. Ya no se reía con su risa infantil; se había vuelto huraño, y no recibía visitas. Algunas veces, camino al jardín Botánico, se encontraba con Marius; no se hablaban; solamente se saludaban con la cabeza tristemente. Es doloroso, pero hay un momento en que la miseria separa hasta a los amigos.

El señor Mabeuf sentía simpatía por Marius, porque era joven y suave. La juventud, cuando es suave, es para los viejos como un sol sin viento.

Por la noche volvía del jardín Botánico a su casa para regar sus plantas y leer sus libros. El señor Mabeuf tenía por entonces muy cerca de los ochenta años.

Una tarde recibió una singular visita. Estaba sentado en una piedra que tenía por banco en el jardín, y miraba con tristeza sus plantas secas que necesitaban urgente riego. Se dirigió encorvado y con paso vacilante al pozo; pero cuando cogió la soga no tuvo fuerzas ni aun para desengancharla. Entonces se volvió, y dirigió una mirada angustiosa al cielo, que se iba cubriendo de estrellas.

- ¡Estrellas por todas partes! -pensaba el anciano-: ¡Ni una pequeñísima nube! ¡Ni una lágrima de agua!

Trató de nuevo de desenganchar la soga del pozo, pero no pudo.

En aquel momento oyó una voz que decía:

- Señor Mabeuf, ¿queréis que riegue yo el jardín?

Vio salir de entre los matorrales a una jovencita delgada, que se puso delante de él mirándole sin parpadear. Más que un ser humano parecía una forma nacida del crepúsculo.

Antes que el anciano hubiera podido responder una sílaba, aquella aparición de pies desnudos y ropa andrajosa había llenado la regadera. El ruido del agua en las hojas encantaba al señor Mabeuf; le parecía que el rododendro era por fin feliz.

Vaciado el primer cubo, la muchacha sacó otro, y después un tercero, y así regó todo el jardín.

Cuando hubo concluido, el señor Mabeuf se aproximó a ella con lágrimas en los ojos.

- Dios os bendiga -dijo-, sois un ángel porque tenéis piedad de las flores.

- No -respondió ella-, soy el diablo, pero me es igual.

El viejo exclamó sin esperar ni oír la respuesta:

- ¡Qué lástima que yo sea tan desgraciado y tan pobre, y que no pueda hacer nada por vos!

- Algo podéis hacer -dijo ella-. Decidme dónde vive el señor Marius.

- ¿Qué señor Marius?

- Un joven que venía a veros hace tiempo atrás.

El señor Mabeuf había ya registrado su memoria, y contestó:

- ¡Ah! sí... ya sé. El señor Marius... el barón de Pontmercy, vive... o más bien dicho no vive ya... vaya, no lo sé.

Mientras hablaba se había inclinado para sujetar una rama del rododendro.

- Esperad -continuó-; ahora me acuerdo. Va mucho al Campo de la Alondra. Id por allí, y no será difícil que lo encontréis.

Cuando el señor Mabeuf se enderezó ya no había nadie; la joven había desaparecido.

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