Los miserables (Labaila tr.)/III.3.2
Marius acababa de cumplir los diecisiete años en 1827 y terminaba sus estudios. Un día al volver a su casa vio a su abuelo con una carta en la mano.
- Marius -le dijo-, mañana partirás para Vernon.
- ¿Para qué? -dijo Marius.
- Para ver a tu padre.
Marius se estremeció. En todo había pensado, excepto en que podría llegar un día en que tuviera que ver a su padre. No podía encontrar nada más inesperado, más sorprendente y, digámoslo, más desagradable. Estaba convencido de que su padre, el cuchillero como lo llamaba el señor Gillenormand en los días de mayor amabilidad, no lo quería, lo que era evidente porque lo había abandonado y entregado a otros. Creyendo que no era amado, no amaba. Nada más sencillo, se decía.
Quedó tan estupefacto, que no preguntó nada. El abuelo añadió:
- Parece que está enfermo; te llama.
Y después de un rato de silencio, añadió:
- Parte mañana por la mañana. Creo que hay en la Plaza de las Fuentes un carruaje que sale a las seis y llega por la noche. Tómalo. Dice que es de urgencia.
Después arrugó la carta y se la metió en el bolsillo.
Marius hubiera podido partir aquella misma noche, y estar al lado de su padre al día siguiente por la mañana, porque salía entonces una diligencia de noche que iba a Rouen y pasaba por Vernon. Pero ni el señor Gillenormand ni Marius pensaron en informarse.
Al día siguiente al anochecer llegaba Marius a Vernon. Principiaban a encenderse las luces. Encontró la casa sin dificultad. Le abrió una mujer con una lamparilla en la mano.
- ¿El señor Pontmercy? -dijo Marius.
La mujer permaneció muda.
- ¿Es aquí?
La mujer hizo con la cabeza un signo afirmativo.
- ¿Puedo hablarle?
La mujer hizo un gesto negativo.
- ¡Es que soy su hijo! -dijo Marius-. Me espera.
- Ya no os espera.
Marius notó entonces que estaba llorando.
La mujer le señaló con el dedo la puerta de una sala baja, donde entró.
En aquella, sala, iluminada por una vela de sebo colocada sobre la chimenea, había tres hombres; uno de pie, otro de rodillas y otro tendido sobre los ladrillos. El que estaba en el suelo era el coronel. Los otros dos eran un médico y un sacerdote que oraba.
El coronel había sido atacado hacía tres días por una fiebre cerebral; al principio de la enfermedad tuvo un mal presentimiento, y escribió al señor Gillenormand para llamar a su hijo. El enfermo se agravó, y el mismo día de la llegada de Marius a Vernon el coronel había tenido un acceso de delirio; se había levantado del lecho a pesar de la oposición de la criada, gritando:
- ¡Mi hijo no viene!, ¡voy a buscarlo!
Y habiendo salido de su cuarto cayó en los ladrillos de la antecámara. Acababa de expirar.
Habían sido llamados el médico y el cura; pero el médico llegó tarde y el sacerdote llegó tarde.
También el hijo llegó tarde.
A la débil luz de la vela se distinguía en la mejilla del coronel que yacía pálido en el suelo, una gruesa lágrima que brotara de su ojo ya moribundo. El ojo se había apagado, pero la lágrima no se había secado aún. Aquella lágrima era la tardanza de su hijo.
Marius miró a ese hombre, a quien veía por primera y última vez; contempló su fisonomía venerable y varonil, sus ojos abiertos que no miraban, sus cabellos blancos.
Contempló la gigantesca cicatriz que imprimía un sello de heroísmo en aquella fisonomía, marcada por Dios con el sello de la bondad. Pensó que ese hombre era su padre, y que estaba muerto, y permaneció inmóvil.
La tristeza que experimentó fue la misma que hubiera sentido ante cualquier otro muerto. El dolor, un dolor punzante, reinaba en la sala. La criada sollozaba en un rincón, el sacerdote rezaba y se le oía suspirar, el médico se secaba las lágrimas; el cadáver lloraba también.
El médico, el sacerdote y la mujer miraban a Marius en medio de su aflicción, sin decir una palabra. Allí era él el extraño; se sentía poco conmovido, y avergonzado de su actitud. Como tenía el sombrero en la mano, lo dejó caer al suelo para hacer creer que el dolor le quitaba fuerzas para sostenerlo. Al mismo tiempo sentía un remordimiento, y se despreciaba por obrar así. Pero, ¿era esto culpa suya? ¡Después de todo, él no amaba a su padre!
El coronel no dejaba nada. La venta de sus muebles apenas alcanzó para pagar el entierro. La criada encontró un pedazo de papel que entregó a Marius; en él el coronel había escrito lo siguiente: "Para mi hijo. El emperador me hizo barón en el campo de batalla de Waterloo. Ya que la Restauración me niega este título que he comprado con mi sangre, mi hijo lo tomará y lo llevará. Estoy cierto que será digno de él".
A la vuelta de la hoja, el coronel había añadido: "En la batalla de Waterloo un sargento me salvó la vida; se llama Thenardier. Creo que tenía una posada en un pueblo de los alrededores de París, en Chelles o en Montfermeil. Si mi hijo lo encuentra, haga por él todo el bien que pueda".
Marius cogió este papel y lo guardó, no por amor a su padre, sino por ese vago respeto a la muerte que tan imperiosamente vive en el corazón del hombre.
Nada quedó del coronel. El señor Gillenormand hizo vender a un prendero su espada y su uniforme. Los vecinos arrasaron con el jardín para robar las flores más raras; las demás plantas se convirtieron en maleza y murieron.
Marius permaneció sólo cuarenta y ocho horas en Vernon. Después del entierro volvió a París, y se entregó de lleno al estudio del Derecho, sin pensar más en su padre como si no hubiera existido nunca.