Los miserables (Labaila tr.)/V.1.9
Marius era prisionero, en efecto. Prisionero de Jean Valjean. La mano que lo cogiera en el momento de caer era la suya.
Jean Valjean no había tomado más parte en el combate que la de exponer su vida. Sin él, en aquella fase suprema de la agonía, nadie hubiera pensado en los heridos. Gracias a él, presente como una providencia en todos lados durante la matanza, los que caían eran levantados, trasladados a la sala baja y curados. En los intervalos reparaba la barricada.
Pero nada que pudiera parecerse a un golpe, a un ataque, ni siquiera a una defensa personal salió de sus manos. Se callaba y socorría. Por lo demás, apenas tenía algunos rasguños. Las balas lo respetaban. Si el suicidio entró por algo en el plan que se propuso al dirigirse a aquella tumba, el éxito no le favoreció. Pero dudamos que hubiese pensado en el suicidio, acto irreligioso.
Jean Valjean, en medio de la densa niebla del combate, aparentaba no ver a Marius, siendo que no le perdía de vista un solo instante. Cuando un balazo derribó al joven, saltó con la agilidad de un tigre, se arrojó sobre él como si se tratara de una presa, y se lo llevó.
El remolino del ataque estaba entonces concentrado tan violentamente en Enjolras que defendía la puerta de la taberna, que nadie vio a Jean Valjean, sosteniendo en sus brazos a Marius sin sentido, atravesar el suelo desempedrado de la barricada y desaparecer detrás de Corinto. Allí se detuvo, puso en el suelo a Marius y miró en derredor. La situación era espantosa. ¿Qué hacer? Sólo un pájaro hubiera podido salir de allí.
Y era preciso decidirse en el momento, hallar un recurso, adoptar una resolución. A algunos pasos de aquel sitio se combatía, y por fortuna todos se encarnizaban en la puerta de la taberna; pero si se le ocurría a un soldado dar vuelta a la casa, o atacarla por el flanco, todo habría concluido para él.
Jean Valjean miró la casa de enfrente, la barricada de la derecha, y, por último, el suelo, con la ansiedad de la angustia suprema, desesperado, y como si hubiese querido abrir un agujero con los ojos.
A fuerza de mirar, llegó a adquirir forma ante él una cosa vagamente perceptible en tal agonía, como si la vista tuviera poder para hacer brotar el objeto pedido. Vio a los pocos pasos y al pie del pequeño parapeto y bajo unos adoquines que la ocultaban en parte, una reja de hierro colocada de plano y al nivel del piso, compuesta de fuertes barrotes transversales. El marco de adoquines que la sostenía había sido arrancado y estaba como desencajada. A través de los barrotes se entreveía una abertura oscura, parecida al cañón de una chimenea o al cilindro de una cisterna. Su antigua ciencia de las evasiones le iluminó el cerebro. Apartar los adoquines, levantar la reja, echarse a cuestas a Marius inerte como un cuerpo muerto, bajar con esta carga sirviéndose de los codos y de las rodillas a aquella especie de pozo, felizmente poco profundo, volver a dejar caer la pesada trampa de hierro que los adoquines cubrieron de nuevo, asentar el pie en una superficie embaldosada a tres metros del suelo, todo esto fue ejecutado como en pleno delirio, con la fuerza de un gigante y la rapidez de un águila; apenas empleó unos cuantos minutos.
Se encontró Jean Valjean con Marius, siempre desmayado, en una especie de corredor largo y subterráneo. Reinaba allí una paz profunda, silencio absoluto, noche.
Tuvo la misma impresión que experimentara en otro tiempo cuando saltó de la calle al convento. Sólo que ahora no llevaba consigo a Cosette, sino a Marius.
Apenas oía encima de su cabeza algo como un vago murmullo; era el formidable tumulto de la taberna tomada por asalto.