Los miserables (Labaila tr.)/II.6.3

Los Miserables
Segunda parte: "Cosette"
Libro sexto: "Los cementerios reciben todo lo que se les da"
Capítulo III: Fauchelevent en presencia de la dificultad​
 de Víctor Hugo

El jardinero hizo un saludo tímido, y se paró en el umbral de la celda. La priora, que estaba pasando las cuentas de un rosario, levantó la vista y le dijo:

- ¡Ah!, ¿sois vos, tío Fauvent?

Tal era la abreviación adoptada en el convento.

- Aquí estoy, reverenda madre.

- Tengo que hablaros.

- Y yo por mi parte -dijo Fauchelevent con una audacia que le asombraba a él mismo-, tengo también que decir alguna cosa a la muy reverenda madre.

La priora le miró.

- ¡Ah!, ¿tenéis que comunicarme algo?

- Una súplica.

- Pues bien, hablad.

El bueno de Fauchelevent tenía mucho aplomo. En los dos años y algo más que llevaba en el convento, se había granjeado el afecto de la comunidad. Viejo, cojo, casi ciego, probablemente un poco sordo, ¡qué cualidades! Difícilmente se le hubiera podido reemplazar.

El pobre, con la seguridad del que se ve apreciado, empezó a formular frente de la reverenda priora una arenga de campesino bastante difusa y muy profunda. Habló largamente de su edad, de sus enfermedades, del peso de los años que contaban doble para él, de las exigencias crecientes del trabajo, de la extensión del jardín, de las malas noches que pasaba, como la última, por ejemplo, en que había tenido que cubrir con estera los melones para evitar el efecto de la luna, y concluyó por decir que tenía un hermano (la priora hizo un movimiento), un hermano nada de joven (segundo movimiento de la priora, pero ahora de tranquilidad); que si se le permitía podría ir a vivir con él y ayudarlo; que era un excelente jardinero; que la comunidad podría aprovecharse de sus buenos servicios, más útiles que los suyos; que de otra manera, si no se admitía a su hermano, él que era el mayor y se sentía cansado a inútil para el trabajo, se vería obligado a irse; y que su hermano tenía una nieta que llevaría consigo, y que se educaría en Dios en el convento, y podría, ¿quien sabe?, ser religiosa un día.

Cuando hubo acabado, la priora interrumpió el paso de las cuentas del rosario por entre los dedos y le dijo:

- ¿Podríais conseguiros de aquí a la noche una barra fuerte de hierro?

- ¿Para qué?

- Para que sirva de palanca.

- Sí, reverenda madre -respondió Fauchelevent.

- Tío Fauvent, ¿habéis entrado en el coro de la capilla alguna vez?

- Dos o tres veces.

- Se trata de levantar una piedra.

- ¿Pesada?

- La losa del suelo que está junto al altar. La madre Ascensión, que es fuerte como un hombre, os ayudará. Además, tendréis una palanca.

- Está bien, reverenda madre; abriré la bóveda.

- Las cuatro madres cantoras os ayudarán.

- ¿Y cuando esté abierta la cripta?

- Será preciso volver a cerrarla.

- ¿Nada más?

- Sí.

- Dadme vuestras órdenes, reverenda madre.

- Fauvent, tenemos confianza en vos.

- Estoy aquí para obedecer.

- Y para callar.

- Sí, reverenda madre.

- Cuando esté abierta la bóveda...

- La volveré a cerrar.

- Pero antes...

- ¿Qué, reverenda madre?

- Es preciso bajar algo.

Hubo un momento de silencio. La priora, después de hacer un gesto con el labio inferior que parecía indicar duda, lo rompió:

- ¿Tío Fauvent?

- ¿Reverenda madre?

- ¿Sabéis que esta mañana ha muerto una madre?

- No.

- ¿No habéis oído la campana?

- En el jardín no se oye nada.

- ¿De veras?

- Apenas distingo yo mi toque.

- Ha muerto al romper el día. Ha sido la madre Crucifixión, una bienaventurada. La madre Crucifixión en vida hacía muchas conversiones; después de la muerte hará milagros.

- ¡Los hará! -contestó Fauchelevent.

- Tío Fauvent, la comunidad ha sido bendecida en la madre Crucifixión. Su muerte ha sido preciosa, hemos visto el paraíso con ella.

Fauchelevent creyó que concluía una oración, y dijo:

- Amén.

- Tío Fauvent, es preciso cumplir la voluntad de los muertos. Por otra parte, ésta es más que una muerta, es una santa.

- Como vos, reverenda madre.

- Dormía en su ataúd desde hace veinte años, con la autorización expresa de nuestro Santo Padre Pío VII. Tío Fauvent, la madre Crucifixión será sepultada en el ataúd en que ha dormido durante veinte años.

- Es justo.

- Es una continuación del sueño.

- ¿La encerraré en ese ataúd?

- Sí.

- ¿Y dejaremos a un lado la caja de las pompas fúnebres?

- Precisamente.

- Estoy a las órdenes de la reverendísima comunidad.

- Las cuatro madres cantoras os ayudarán.

- ¿A clavar la caja? No las necesito.

- No, a bajarla.

- ¿Adónde?

- A la cripta.

- ¿Qué cripta?

- Debajo del altar.

Fauchelevent dio un brinco.

- ¡A la cripta debajo del altar!

- Debajo del altar.

- Pero...

- Llevaréis una barra de hierro.

- Sí, pero...

- Levantaréis la piedra metiendo la barra en el anillo.

- Pero...

- Debemos obedecer a los muertos. El deseo supremo de la madre Crucifixión ha sido ser enterrada en su ataúd y debajo del altar de la capilla, no ir a tierra profana; morar muerta en el mismo sitio en que ha rezado en vida. Así nos lo ha pedido, es decir, nos lo ha mandado.

- Pero eso está prohibido.

- Prohibido por los hombres; ordenado por Dios.

- ¿Y si se llega a saber?

- Tenemos confianza en vos.

- ¡Oh! Yo soy como una piedra de esa pared.

- Se ha reunido el capítulo. Las madres vocales, a quienes acabo de consultar, y que aún están deliberando, han decidido que, conforme a sus deseos, la madre Crucifixión sea enterrada en su ataúd y debajo del altar. ¡Figuraos, tío Fauvent, si se llegasen a hacer milagros aquí! ¡Qué gloria en Dios para la comunidad! Los milagros salen de los sepulcros.

- Pero, reverenda madre, si el inspector de la comisión de salubridad...

La priora tomó aliento y, volviéndose a Fauchelevent, le dijo:

- Tío Fauvent, ¿está acordado?

- Está acordado, reverenda madre.

- ¿Puedo contar con vos?

- Obedeceré.

- Está bien. Cerraréis el ataúd, las hermanas lo llevarán a la capilla, rezarán el oficio de difuntos y después volverán al claustro. A las once y media vendréis con vuestra barra de hierro, y todo se hará en el mayor secreto. En la capilla no habrá nadie más que las cuatro madres cantoras, la madre Ascensión y vos.

- ¿Reverenda madre?

- ¿Qué, tío Fauvent?

- ¿Ha hecho ya su visita habitual el médico de los muertos?

- La hará hoy a las cuatro. Se ha dado el toque que manda llamarle.

- Reverenda madre, ¿todo está arreglado ya?

- No.

- ¿Pues qué falta?

- Falta la caja vacía.

Esto produjo una pausa. Fauchelevent meditaba, la priora meditaba.

- Tío Fauvent, ¿qué haremos del ataúd?

- Lo enterraremos.

- ¿Vacío?

Nuevo silencio. Fauchelevent hizo con la mano izquierda ese gesto que parece dar por terminada una cuestión enfadosa.

- Reverenda madre, yo soy el que ha de clavar la caja en el depósito de la iglesia; nadie puede entrar allí más que yo, y yo cubriré el ataúd con el paño mortuorio.

- Sí, pero los mozos, al llevarlo al carro y al bajarlo a la fosa, se darán cuenta en seguida que no tiene nada dentro.

- ¡Ah, dia...! -exclamó Fauchelevent.

La priora se santiguó y miró fijamente al jardinero. El blo se le quedó en la garganta.

Se apresuró a improvisar una salida para hacer olvidar el juramento.

- Echaré tierra en la caja y hará el mismo efecto que si llevara dentro un cuerpo.

- Tenéis razón. La tierra y el hombre son una misma cosa. ¿De modo que arreglaréis el ataúd vacío?

- Lo haré.

La fisonomía de la priora, hasta entonces turbada y sombría, se serenó. El jardinero se dirigió hacia la puerta. Cuando iba a salir, la priora elevó suavemente la voz.

- Tío Fauvent, estoy contenta de vos. Mañana, después del entierro, traedme a vuestro hermano, y decidle que lo acompañe la niña.

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