Los miserables (Labaila tr.)/III.3.5
Allí era donde había ido Marius la primera vez que se ausentó de París. Allí iba cada vez que el señor Gillenormand decía: "Pasa la noche fuera".
El teniente Teódulo quedó desconcertado a consecuencia de este encuentro inesperado con un sepulcro; experimentaba una sensación desagradable y singular, que no hubiera podido analizar, y que se componía del respeto a una tumba, y del respeto a un coronel.
Retrocedió en silencio, dejando a Marius solo en el cementerio. No sabiendo qué escribir a la tía, tomó el partido de no escribirle. Y probablemente no hubiera servido de nada el descubrimiento hecho por Teódulo sobre los amores de Marius, si por una de esas coincidencias misteriosas, tan frecuentes en los sucesos más casuales, la escena de Vernon no hubiera tenido, por decirlo así, una especie de eco casi inmediato en París.
Marius volvió de Vernon tres días después a media mañana; llegó a casa de su abuelo, y, cansado por las dos noches de insomnio que había pasado en la diligencia, sólo pensó en ir a darse un baño a la escuela de natación para reparar sus fuerzas. Se sacó apresuradamente el abrigo y el cordón negro que llevaba al cuello, y se fue.
El señor Gillenormand, que se levantaba de madrugada como todos los viejos fuertes y sanos, lo oyó entrar, y se apresuró a subir lo más rápido que le permitieron sus piernas la escalera del cuarto de Marius, con el objeto de saludarlo y de interrogarlo al mismo tiempo, para saber de dónde venía. Pero el joven había empleado menos tiempo en bajar que él en subir, y cuando el abuelo entró en la pieza, ya Marius había salido.
La cama estaba hecha, y sobre ella se encontraban su abrigo y el cordón negro que Marius llevaba al cuello.
- Mejor así -murmuró el anciano.
Y un momento después hacía una entrada triunfal en la sala en que estaba bordando la señorita Gillenormand. Llevaba en una mano el abrigo y el cordón en la otra.
- ¡Victoria! -exclamó-. ¡Vamos a resolver el misterio! ¡Vamos a palpar los libertinajes de este hipócrita! Tengo el retrato.
En efecto, del cordón pendía una cajita de tafilete negro, muy semejante a un medallón. La caja se abrió apretando un resorte, pero no encontraron en ella más que un papel cuidadosamente doblado.
- Ya sé lo que es -dijo el señor Gillenormand echándose a reír-. ¡Una carta de amor!
- ¡Ah! ¡Leámosla! -dijo la tía.
- "Para mi hijo. El emperador me hizo barón en el campo de batalla de Waterloo. Ya que la Restauración me niega este título que he comprado con mi sangre, mi hijo lo tomará y lo llevará. Estoy cierto que será digno de él."
El señor Gillenormand dijo en voz baja, y como hablándose a sí mismo:
- Es la letra del bandido.
La tía examinó el papel, lo volvió en todos sentidos, y después lo volvió a poner en la cajita. En aquel momento cayó al suelo del bolsillo del abrigo un paquetito cuadrado, envuelto en papel azul. La señorita Gillenormand lo recogió, y desdobló el papel azul; era el ciento de tarjetas de Marius. Cogió una y se la dio a su padre, que leyó: El barón Marius Pontmercy.
El señor Gillenormand cogió el cordón, la caja y el abrigo, los tiró al suelo en medio de la sala, y llamó a Nicolasa.
- ¡Sacad de aquí esas porquerías! -le gritó.
Pasó una hora en profundo silencio.
De pronto apareció Marius. Antes de atravesar el umbral del salón, vio a su abuelo que tenía en la mano una de sus tarjetas. El anciano, al verlo, exclamó con su aire de superioridad burguesa y burlona:
- ¡Vaya, vaya, vaya, vaya! Ahora eres barón. Te felicito. ¿Qué quiere decir todo esto?
Marius se ruborizó ligeramente, y respondió:
- Eso quiere decir que soy el hijo de mi padre.
El señor Gillenormand dejó de reírse, y dijo con dureza:
- Tu padre soy yo.
- Mi padre -dijo Marius muy serio y con los ojos bajos- era un hombre humilde y heroico, que sirvió gloriosamente a la República y a Francia; que fue grande en la historia más grande que han hecho los hombres; que vivió un cuarto de siglo en el campo de batalla, por el día bajo la metralla y las balas, de noche entre la nieve, en el lodo, bajo la lluvia; que recibió veinte heridas; que ha muerto en el olvido y en el abandono, y que no ha cometido en su vida más que una falta, amar demasiado a dos ingratos: su país y yo.
Esto era más de lo que el señor Gillenormand podía oír. Cada una de las palabras que Marius acababa de pronunciar, principiando por la república, había hecho en el rostro del viejo realista el efecto del soplo de un fuelle de fragua sobre un tizón encendido.
- ¡Marius! -exclamó-. ¡Mocoso insolente! ¡Yo no sé lo que era tu padre! ¡No quiero saberlo! ¡No sé nada! ¡Pero lo que sé es que entre esa gente nunca ha habido más que miserables! Eran todos unos pordioseros, asesinos, boinas rojas, ladrones. ¡Todos! ¿Lo oyes, Marius? ¡Ya lo ves, eres tan barón como mi zapatilla! ¡Todos eran bandidos los que sirvieron a Bonaparte! ¡Todos traidores, que vendieron a su rey legítimo! ¡Todos cobardes, que huyeron ante los prusianos y los ingleses en Waterloo! Esto es lo que sé. Si vuestro señor padre es uno de ellos, lo ignoro, lo siento.
Marius temblaba entero; no sabía qué hacer; le ardía la cabeza. Su padre acababa de ser pisoteado y humillado en su presencia; pero, ¿por quién? Por su abuelo. ¿Cómo vengar al uno sin ultrajar al otro? Permaneció algunos instantes aturdido y vacilante, con todo este remolino en la mente; después levantó los ojos, miró fijamente a su abuelo, y gritó con voz tonante:
- ¡Abajo los Borbones! ¡Abajo ese cerdo de Luis XVIII!
Luis XVIII había muerto hacía cuatro años; pero a Marius le daba lo mismo.
El anciano pasó del color escarlata que tenía de rabia a una blancura mayor que la de sus cabellos. Dio algunos pasos por la habitación, y después se inclinó ante su hija, que asistía a esta escena con el estupor de una oveja, y le dijo con una sonrisa casi tranquila:
- Un barón como este caballero y un plebeyo como yo no pueden vivir bajo un mismo techo.
Y después, enderezándose pálido, tembloroso, amenazante, en el colmo de la cólera, extendió el brazo hacia Marius, y le gritó:
- ¡Vete!
Marius salió de la casa.
Al día siguiente, el señor Gillenormand dijo a su hija:
- Enviaréis cada seis meses sesenta pistolas a ese bebedor de sangre, y no me volveréis a hablar de él.
Marius se fue indignado. Una de esas pequeñas fatalidades que complican los dramas domésticos hizo que cuando Nicolasa llevó "las porquerías" de Marius a su cuarto, se cayera en la escala, que estaba muy obscura, el medallón de tafilete negro con la carta del coronel. Al no poderlo encontrar, Marius supuso que el señor Gillenormand, como lo llamaba desde ahora, lo había arrojado al fuego.
Se fue sin decir ni saber adónde, con treinta francos, su reloj y algunas ropas en un maletín. Subió a un cabriolé, lo contrató por horas, y se dirigió, a la ventura, al Barrio Latino. ¿Qué iba a ser de él?