Los miserables (Labaila tr.)/II.4.4
Cerca de San Medardo, se instalaba un pobre a quien Jean Valjean daba limosna con frecuencia. No había vez que pasara por delante de aquel hombre que no le diera algún sueldo; en muchas ocasiones conversaba con él. Era un viejo de unos setenta y cinco años, que había sido sacristán y que siempre estaba murmurando oraciones.
Una noche que Jean Valjean pasaba por allí, y que no llevaba consigo a Cosette, vio al mendigo en su puesto habitual, debajo del farol que acababan de encender. El hombre, como siempre, parecía rezar, y estaba todo encorvado; Jean Valjean se acercó y le puso en la mano la limosna de costumbre. El mendigo levantó bruscamente los ojos, miró con fijeza a Jean Valjean, y después bajó rápidamente la cabeza. Este movimiento fue como un relámpago; Jean Valjean se estremeció. Le pareció que acababa de entrever, a la luz del farol, no el rostro plácido y beato del viejo mendigo sino un semblante muy conocido que lo llenó de espanto. Retrocedió aterrado, sin atreverse a respirar, ni a hablar, ni a quedarse, ni a huir, examinando al mendigo que había bajado la cabeza cubierta con un harapo, y que parecía ignorar que el otro estuviese allí. Un instinto, tal vez el instinto misterioso de la conservación, hizo que Jean Valjean no pronunciara una palabra. El mendigo tenía la misma estatura, los mismos harapos, la misma apariencia que todos los días.
- ¡Qué tonto! -se dijo Jean Valjean-. Estoy loco, sueño, ¡es imposible!
Y regresó a su casa profundamente turbado.
Apenas se atrevía a confesarse a sí mismo que el rostro que había creído ver era el de Javert. Por la noche, pensando en ello, sintió no haberle hablado para obligarlo a levantar la cabeza por segunda vez. Al anochecer del otro día volvió allí. El mendigo estaba en su puesto.
- Dios os guarde, amigo -dijo resueltamente Jean Valjean, dándole un sueldo.
El mendigo levantó la cabeza, y respondió con su voz doliente:
- Gracias, mi buen señor.
Era realmente el viejo mendigo.
Jean Valjean se tranquilizó del todo. Se echó a reír.
- ¿De dónde diablos he sacado que ese hombre pudiera ser Javert? -pensó-. ¿Estaré viendo visiones ahora?
Y no pensó más en ello.
Algunos días después, serían las ocho de la noche, estaba en su cuarto y hacía deletrear a Cosette en voz alta, cuando oyó abrir y después volver a cerrar la puerta de la casa. Esto le pareció singular. La portera, única persona que vivía allí con él, se acostaba siempre temprano para no encender luz. Jean Valjean hizo señas a Cosette para que callara. Oyó que subían la escalera; los pasos eran pesados, como los de un hombre; pero la portera usaba zapatos gruesos y nada se parece tanto a los pasos de un hombre como los de una vieja. Sin embargo, Jean Valjean apagó la vela. Envió a Cosette a acostarse, diciéndole en voz baja: "Acuéstate calladita"; y mientras la besaba en la frente, los pasos se detuvieron. Permaneció inmóvil, sentado en su silla de espaldas a la puerta, y conteniendo la respiración en la oscuridad. Al cabo de bastante tiempo, al no oír ya nada, se volvió sin hacer ruido hacia la puerta y vio una luz por el ojo de la cerradura. Evidentemente había allí alguien que tenía una vela en la mano, y que escuchaba.
Pasaron algunos minutos y la luz desapareció; pero no oyó ruido de pasos, lo que parecía indicar que el que había ido a escuchar a la puerta se había quitado los zapatos.
Jean Valjean se echó en la cama vestido, y en toda la noche no pudo cerrar los ojos.
Al amanecer, cuando estaba casi aletargado de cansancio, lo despertó el ruido de una puerta que se abría en alguna buhardilla del fondo del corredor, y después oyó los mismos pasos del hombre que la víspera había subido la escalera. Los pasos se acercaban. Se echó cama abajo y aplicó un ojo a la cerradura. Era un hombre, pero esta vez pasó sin detenerse delante del cuarto de Jean Valjean; cuando llegó a la escalera, un rayo de luz de la calle hizo resaltar su perfil, y Jean Valjean pudo verlo de espaldas. Era un hombre de alta estatura, con un levitón largo, y un garrote debajo del brazo. Era la silueta imponente de Javert.
No había duda de que aquel hombre había entrado con una llave. ¿Quién se la había dado? ¿Qué significaba aquello?
A las siete de la mañana, cuando la portera llegó a arreglar el cuarto, Jean Valjean le echó una mirada penetrante pero no la interrogó.
Mientras barría, ella dijo:
- ¿Habéis oído tal vez a alguien que entró anoche?
- Sí -respondió él con el acento más natural del mundo-. ¿Quién era?
- Es un nuevo inquilino que hay en la casa.
- ¿Y que se llama...?
- No sé bien. Dumont o Daumont. Un nombre así.
- ¿Y qué es ese Dumonti?
Lo miró la vieja con sus ojillos de zorro, y respondió:
- Un rentista como vos.
Tal vez estas palabras no envolvían segunda intención, pero Jean Valjean creyó que la tenían. Cuando se retiró la portera, hizo un rollo de unos cien francos que tenía en un armario y se lo guardó en el bolsillo. Por más precaución que tomó para hacer esta operación sin que se le oyera remover el dinero, se le escapó de las manos una moneda de cien sueldos, y rodó por el suelo haciendo bastante ruido.
Al anochecer bajó y miró la calle por todos lados. No vio a nadie. Volvió a subir.
- Ven -dijo a Cosette.
La tomó de la mano, y salieron.