Los miserables (Labaila tr.)/III.6.1
Por aquella época era Marius un joven de hermosas facciones, mediana estatura, cabellos muy espesos y negros, frente ancha e inteligente; tenía aspecto sincero y tranquilo, y sobre todo un no sé qué en el rostro que denotaba a la par altivez, reflexión e inocencia.
En el tiempo de su mayor miseria, observaba que las jóvenes se volvían a mirarle cuando pasaba, lo cual era causa de que huyera o se ocultara con la muerte en el alma. Creía que lo miraban por sus trajes viejos, y que se reían de ellos; el hecho es que lo miraban por buen mozo, y que más de una soñaba con él.
Aquella muda desavenencia entre él y las lindas muchachas que se le cruzaban lo habían hecho huraño. No eligió a ninguna por la sencilla razón de que huía de todas.
Courfeyrac le decía:
-Te voy a dar un consejo, amigo mío. No leas tantos libros y mira un poco más a las bellas palomitas. Esas picaronas valen la pena, Marius querido. Te vas a embrutecer de tanto huirles y de tanto ruborizarte.
Otros días, al encontrarse en la calle Courfeyrac lo saludaba diciendo:
-Buenos días, señor cura.
Sin embargo había en esta inmensa creación dos mujeres de las cuales Marius no huía: una era la vieja barbuda que barría su cuarto, y la otra una joven a la cual veía frecuentemente, pero sin mirarla.
Desde hacía más de un año, Marius observaba en una avenida arbolada del Luxemburgo a un hombre y a una niña, casi siempre sentados uno al lado del otro en el mismo banco, en el extremo más solitario del paseo por el lado de la calle del Oeste.
Cada vez que la casualidad llevaba a Marius por esa avenida, y esto sucedía casi todos los días, hallaba allí a la misma pareja.
El hombre podría tener sesenta años; parecía triste; tenía el pelo muy blanco. Vestía abrigo y pantalón azules y un sombrero de ala ancha.
La primera vez que vio a la joven que lo acompañaba, era una muchacha de trece o catorce años, flaca, hasta el punto de ser casi fea, encogida, insignificante, y que tal vez prometía tener bastante buenos ojos. Tenía ese aspecto a la vez aviejado e infantil de las colegialas de un convento y vestía un traje negro y mal hecho. Parecían padre e hija.
Hablaban entre sí con aire apacible e indiferente. La joven charlaba sin cesar y alegremente; el viejo hablaba poco, pero fijaba en ella sus ojos, llenos de una inefable ternura paternal.
Marius se acostumbró a pasearse por aquella avenida todos los días durante el primer año. El hombre le agradaba, pero la muchacha le pareció un poco tosca y muy sin gracia. Courfeyrac, como la mayoría de los estudiantes que por allí se paseaban, también los había observado, pero como encontró fea a la niña, no los miró más. Pero le habían llamado la atención el vestido de la niña y los cabellos del anciano y los bautizó, a la joven como señorita Lanegra, y al padre como señor Blanco. Y así los llamaban todos.
Marius halló muy cómodos estos nombres para nombrar a los desconocidos. Seguiremos su ejemplo, y adoptaremos el nombre de señor Blanco para mayor facilidad de este relato.
En el segundo año sucedió que la costumbre de pasear por el Luxemburgo se interrumpió, sin que el mismo Marius supiera por qué, y estuvo cerca de seis meses sin poner los pies en aquel paseo. Por fin, un día volvió allá. Era una serena mañana de estío, y Marius estaba alegre como se suele estar cuando hace buen tiempo. Le parecía tener en el corazón el canto de todos los pájaros que escuchaba y todos los trozos de cielo azul que veía a través de las hojas de los árboles.
Fue directamente a su avenida, y divisó, siempre en el mismo banco, a la consabida pareja. Solamente que cuando se acercó vio que el hombre continuaba siendo el mismo, pero le pareció que la joven no era la misma. La persona que ahora veía era una hermosa y esbelta criatura de unos quince a dieciséis años. Tenía cabellos castaños, matizados con reflejos de oro; una frente que parecía hecha de mármol; mejillas como pétalos de rosa; una boca de forma exquisita, de la cual brotaba la sonrisa como una luz y la palabra como una música. Y para que nada faltase a aquella figura encantadora, la nariz no era bella, era linda; ni recta, ni aguileña, ni italiana, ni griega; era la nariz parisiense, es decir, esa nariz graciosa, fina, irregular y pura que desespera a los pintores y encanta a los poetas. Cuando Marius pasó cerca de ella, no pudo ver sus ojos, que tenía constantemente bajos. Sólo vio sus largas pestañas de color castaño, llenas de sombra y de pudor.
Esto no impedía que la hermosa joven se sonriera escuchando al hombre de cabellos blancos que le hablaba; y nada tan encantador como aquella fresca sonrisa con los ojos bajos.
No era ya la colegiala con su sombrero anticuado, su traje de lana, sus zapatones y sus manos coloradas. El buen gusto se había desarrollado en ella a la par de la belleza. Era una señorita bien vestida, sencilla y elegante sin pretensión.
La segunda vez que Marius llegó cerca de ella, la joven alzó los párpados; sus ojos eran de un azul profundo. Miró a Marius con indiferencia. Marius, por su parte, continuó el paseo pensando en otra cosa.
Pasó todavía cuatro o cinco veces cerca del banco donde estaba la joven, pero sin mirarla.