Los miserables (Labaila tr.)/V.8.1
¡Qué terrible es ser feliz! Está uno tan contento, y eso le basta, como si la única meta en la vida fuera ser feliz, y se olvida de la verdadera, que es el deber. Sería un error culpar a Marius.
Marius se limitó a alejar poco a poco a Jean Valjean de su casa, y a borrar, en lo posible, su recuerdo del espíritu de Cosette. Procuró en cierto modo colocarse siempre entre Cosette y él, seguro de que así la joven no se daría cuenta y dejaría de pensar en él.
Hacía lo que juzgaba necesario y justo. Creía que le asistían serias razones para alejar a Jean Valjean, sin dureza pero también sin debilidad. Creía su deber restituir los seiscientos mil francos a su dueño, a quien buscaba con toda discreción, absteniéndose entretanto de tocar ese dinero.
Cosette ignoraba el secreto que conocía Marius, pero también merece disculpa. Marius ejercía sobre ella un fuerte magnetismo, que la obligaba a ejecutar casi maquinalmente sus deseos. Respecto al señor Jean, sentía una presión vaga, pero clara, y obedecía ciegamente. En este caso, su obediencia consistía en no acordarse de lo que Marius olvidaba. Pero respecto a Jean Valjean, este olvido no era más que superficial.
Cosette en el fondo quería mucho al que había llamado por tanto tiempo padre, pero quería más a su marido. Cuando Cosette se extrañaba del silencio de Jean Valjean, Marius la tranquilizaba, diciéndole:
- Está ausente, supongo. ¿No avisó que iba a emprender un viaje?
- Cierto -pensaba Cosette-. Esa ha sido siempre su costumbre, pero nunca ha tardado tanto.
Dos o tres veces envió a Nicolasa a la calle del Hombre Armado, a preguntar si el señor Jean había vuelto de su viaje; y por orden de Jean Valjean se le contestó que no. Cosette no inquirió más; pues para ella en la tierra no había ahora más que una necesidad, Marius.
Marius consiguió poco a poco separar a Cosette de Jean Valjean. Digamos para concluir que lo que en ciertos casos se denomina, con demasiada dureza, ingratitud de los hijos, no es siempre tan reprensible como se cree. Es la ingratitud de la Naturaleza. La Naturaleza divide a los vivientes en seres que vienen y seres que se van. De ahí cierto desvío, fatal en los viejos, involuntario en los jóvenes. Las ramas, sin desprenderse del tronco, se alejan. No es culpa suya. La juventud va donde está la alegría, la luz, el amor; la vejez camina hacia el fin. No se pierden de vista, pero no existe ya el lazo estrecho.
Los jóvenes sienten el enfriamiento de la vida; los ancianos el de la tumba.
No acusemos, pues, a estos pobres jóvenes.