Los miserables (Labaila tr.)/V.2.1
París arroja anualmente veinticinco millones al agua. Y no hablamos en estilo metafórico. ¿Cómo y de qué manera? Día y noche. ¿Con qué objeto? Con ninguno ¿Con qué idea? Sin pensar en ello. ¿Para qué? Para nada. ¿Por medio de qué órgano? Por medio de su intestino. ¿Y cuál es su intestino? La cloaca.
París tiene debajo de sí otro París. Un París de alcantarillas; con sus calles, encrucijadas, plazas, callejuelas sin salida; con sus arterias y su circulación, llenas de fango.
La historia de las ciudades se refleja en sus cloacas. La de París ha sido algo formidable. Ha sido sepulcro, ha sido asilo. El crimen, la inteligencia, la protesta social, la libertad de conciencia, el pensamiento, el robo, todo lo que las leyes humanas persiguen, se ha ocultado en ese hoyo. Hasta ha sido sucursal de la Corte de los Milagros.
Ya en la Edad Media era asunto de leyendas, como cuando se desbordaba, como si montase de repente en cólera, y dejaba en París su sabor a fango, a pestes, a ratones. Hoy es limpia, fría, correcta. No le queda nada de su primitiva ferocidad. Sin embargo, no hay que fiarse demasiado. Las mismas la habitan aún y exhala siempre cierto olorcillo vago y sospechoso.
El suelo subterráneo de París no tiene más boquetes y pasillos que el pedazo de tierra de seis leguas de circuito donde descansa la antigua gran ciudad. Sin hablar de las catacumbas, que son una bóveda aparte; sin hablar del confuso enverjado de las cañerías del gas; sin contar el vasto sistema de tubos que distribuyen el agua a las fuentes públicas, las alcantarillas por sí solas forman en las dos riberas una prodigiosa red subterránea; un laberinto cuyo hilo es la pendiente.
La construcción de la cloaca de París no ha sido una obra insignificante. Los últimos diez siglos han trabajado en ella sin poder terminarla como tampoco han podido terminar París. La cloaca sigue paso a paso el desarrollo de París.