Los miserables (Labaila tr.)/V.7.2
Jean Valjean volvió al día siguiente a la misma hora.
Cosette no le hizo preguntas ni mostró admiración ni dijo que sentía frío, ni habló mal de la sala; evitó al mismo tiempo llamarle padre y señor Jean; dejó que la tratase de vos y de señora. Pero estaba menos alegre.
Probablemente habría tenido con Marius una de esas conversaciones en que el hombre amado dice lo que quiere y, sin explicar nada, satisface a la mujer amada. La curiosidad de los enamorados no se extiende a menudo más que a su amor.
La sala baja estaba algo más limpia. Las visitas continuaron siendo diarias. Jean Valjean no tuvo valor para ver en las palabras de Marius otra cosa que la letra. Marius, por su parte se ingenió de manera que siempre se hallaba ausente cuando él iba. Las personas de la casa se acostumbraron a aquel nuevo capricho del señor Fauchelevent. Nadie entrevió la siniestra realidad. Mas, ¿quién podía adivinar semejante cosa?
Varias semanas transcurrieron así. Poco a poco entró Cosette en una vida nueva; el matrimonio crea relaciones, las visitas son su necesaria consecuencia, y el cuidado de la casa ocupa gran parte del tiempo. En cuanto a los placeres de la nueva vida, se reducían a uno sólo: estar con Marius. Su principal gloria era salir con él y no separarse de su lado. Ambos sentían un placer cada vez mayor en pasearse tomados del brazo, a la vista de todos, los dos solos.
Sustituido el tuteo por el vos, y las expresiones de señora y señor Jean por las de su trato familiar, Cosette encontraba a Jean Valjean distinto de lo que era antes. Y hasta el propósito que había tomado Jean Valjean de separarla de él se cumplió, pues Cosette se mostraba cada vez más alegre y menos cariñosa. Sin embargo, siempre lo quería mucho, y Jean Valjean lo sabía.
- Erais mi padre y no lo sois ya; erais mi tío, y ya no lo sois; erais el señor Fauchelevent, y sois el señor Jean. ¿Quién sois, pues? No me gustan estas cosas. Si no os conociera, os tendría miedo.
El vivía siempre en la calle del Hombre Armado, porque no podía resolverse a alejarse del barrio donde habitaba Cosette. Al principio se quedaba con ella unos cuantos minutos, y luego se marchaba. Poco a poco se fue acostumbrando a alargar sus visitas, como si aprovechara la autorización que se le dieran. Llegaba más temprano y se despedía más tarde. Cierto día a Cosette se le escapó decirle padre y un relámpago de alegría iluminó el sombrío rostro del anciano.
- Llamadme Jean -fue su única respuesta.
- ¡Ah!, es verdad -dijo Cosette riéndose-, señor Jean.
- Eso, eso -replicó él, y volvió la cara para que ella no le viera enjugarse los ojos.