Los miserables (Labaila tr.)/IV.6.5
La noche había ya caído completamente; nadie se acercaba. El plazo se prolongaba, señal de que el gobierno se tomaba su tiempo y reunía sus fuerzas. Aquellos cincuenta hombres esperaban a sesenta mil.
Gavroche, que hacía cartuchos en la sala baja, estaba muy pensativo, aunque no precisamente por sus cartuchos.
El hombre de la calle Billettes acababa de entrar y había ido a sentarse en la mesa menos alumbrada, con aire meditabundo. Tenía un fusil de munición, que sostenía entre sus piernas.
Gavroche, hasta aquel momento distraído en cien cosas "entretenidas", no lo había visto todavía. Cuando entró, le siguió maquinalmente con la vista, admirando su fusil, y cuando el hombre se sentó, se paró él de un salto. Se le aproximó, y se puso a dar vueltas en derredor suyo sobre la punta de los pies. Al mismo tiempo, en su rostro infantil, a la vez tan descarado y tan serio, tan vivo y tan profundo, tan alegre y tan dolorido, se fueron pintando sucesivamente todos esos gestos que significan: ¡Ah! ¡Bah! ¡No es posible! ¡Tengo telarañas en los ojos! ¿Será él? No, no es. Pero sí. Pero no.
Gavroche se balanceaba sobre sus talones, crispaba sus manos en los bolsillos, movía el cuello como un pájaro. Estaba estupefacto, confundido, incrédulo, convencido, trastornado. En lo más profundo de este examen se acercó a él Enjolras.
- Tú eres pequeño -le dijo-, y no serás visto. Sal de las barricadas, explora un poco las calles, y ven a decirme lo que hay.
Gavroche se enderezó al oír esto.
- ¡Los pequeños sirven, pues, para algo! ¡Qué felicidad! ¡Voy! Mientras tanto, confiad en los pequeños y desconfiad de los grandes...
Y levantando la cabeza y bajando la voz, añadió señalando al hombre de la calle Billettes:
- ¿Veis ese grandote?
- Sí.
- Es un espía.
- ¿Estás seguro?
- Aún no hace quince días que me bajó de las orejas de una cornisa del Puente Real, en donde estaba yo tomando el fresco.
Enjolras se alejó de inmediato y llamó a cuatro hombres, que fueron a colocarse detrás de la mesa en que estaba el sospechoso. Entonces Enjolras se le acercó y le preguntó:
- ¿Quién sois?
A esta brusca interrogación, el hombre se sobresaltó; dirigió una mirada a Enjolras, una mirada que penetró hasta el fondo de su cándida pupila, y pareció adivinar su pensamiento.
- ¿Sois espía? -preguntó Enjolras.
Sonrió desdeñoso, y respondió con altivez:
- Soy agente de la autoridad.
- ¿Como os llamáis?
- Javert.
Enjolras hizo una señal a los cuatro hombres, y en un abrir y cerrar de ojos, antes de que Javert tuviera tiempo de volverse, fue cogido por el cuello, derribado y registrado.
Le hallaron, aparte de su tarjeta de identificación, un papel de la Prefectura que decía: "El inspector Javert, así que haya cumplido su misión política, se asegurará, mediante una vigilancia especial, si es verdad que algunos malhechores andan vagando por las orillas del Sena, cerca del puente de Jena".
Terminado el registro levantaron a Javert; le sujetaron los brazos por detrás de la espalda y lo ataron.
- Es el ratón el que cogió al gato -le dijo Gavroche.
- Seréis fusilado dos minutos antes de que tomen la barricada -dijo Enjolras.
Javert replicó con tono altanero:
- ¿Y por qué no en seguida?
- Economizamos la pólvora.
- Entonces matadme de una puñalada.
- Espía -le dijo Enjolras-, nosotros somos jueces y no asesinos.
Después llamó a Gavroche.
- ¡Tú, vete a tu misión! ¡Haz lo que te he dicho!
- Voy -dijo Gavroche.
Y deteniéndose en el momento de partir, añadió:
- A propósito ¿me daréis su fusil? Os dejo el músico y me llevo el clarinete. El pilluelo hizo el saludo militar y saltó alegremente por una grieta de la barricada.