Los miserables (Labaila tr.)/I.6.1
El señor Magdalena hizo llevar a Fantina a la enfermería que tenía en su propia casa, y la confió a las religiosas que estaban a cargo de los pacientes, dos Hermanas de la Caridad llamadas sor Simplicia y sor Perpetua.
Fantina tuvo muchísima fiebre, pasó paste de la noche delirando y hablando en voz alta, hasta que terminó por quedarse dormida.
Al día siguiente, hacia el mediodía, despertó y vio al señor Magdalena de pie a su lado mirando algo por encima de su cabeza. Siguió la dirección de esa mirada llena de angustia y de súplica, y vio que estaba fija en un crucifijo clavado a la pared.
El alcalde se había transformado a los ojos de Fantina; ahora lo veía rodeado de luz. Estaba en ese momento absorto en su plegaria, y ella no quiso interrumpirlo. Al cabo de un rato le dijo tímidamente:
- ¿Qué estáis haciendo?
- Rezaba al mártir que está allá arriba. -Y agregó mentalmente-: Por la mártir que está aquí abajo.
Había pasado la noche y la mañana buscando información; ahora lo sabía todo. Conocía todos los dolorosos pormenores de la historia de la joven. Se apresuró a escribir a los Thenardier. Fantina les debía ciento veinte francos; les envió trescientos, diciéndoles que se pagaran con esa suma y que enviaran inmediatamente a la niña a M., donde la esperaba su madre.
Esta cantidad deslumbró a Thenardier.
- ¡Diablos! -dijo a su mujer-. No hay que soltar a la chiquilla. Este pajarito se va a transformar en una vaca lechera para nosotros. Adivino lo que pasó: algún inocentón se ha enamoriscado de la madre.
Contestó enviando una cuenta de quinientos y tantos francos, muy bien hecha, en la que figuraban gastos de más de trescientos francos en dos documentos innegables: uno del médico y otro del boticario que habían atendido en dos largas enfermedades a Eponina y a Azelma. Los arregló con una simple sustitución de nombres.
El señor Magdalena le mandó otros trescientos francos y escribió: "Enviad en seguida a Cosette".
- ¡Vamos bien! -dijo Thenardier-. No hay que soltar a la chiquilla.
En tanto Fantina no se restablecía y continuaba en la enfermería.
Las Hermanas la habían recibido y cuidado con repugnancia. Quien haya visto los bajorrelieves de la Catedral de Reims, recordará la mueca despectiva en los labios de las vírgenes prudentes mirando a las necias.
Este antiguo desprecio es uno de los más profundos instintos de la dignidad femenina, y las religiosas no pudieron controlarlo. Pero en pocos días Fantina las desarmó con las palabras dulces y humildes que repetía en su delirio:
- He sido una pecadora, pero cuando tenga a mi hija a mi lado sabré que Dios me ha perdonado. Sentiré su bendición cuando Cosette esté conmigo, porque ella es un ángel.
Magdalena la visitaba dos veces al día, y cada vez le preguntaba:
- ¿Veré luego a mi Cosette?
La respuesta era:
- Quizá mañana. Llegará de un momento a otro.
- ¡Oh, qué feliz voy a ser!
Pero su estado se agravaba día a día. Una mañana el médico la examinó y movió tristemente la cabeza.
- ¿No tiene ella una hija a quien desea ver? -preguntó llevando aparte al señor Magdalena.
- Sí.
- Haced que venga pronto.
El señor Magdalena se estremeció.
Thenardier, sin embargo, no enviaba a la niña, y daba para ello mil razones.
- Mandaré a alguien a buscarla -decidió Magdalena-, y si es preciso iré yo mismo.
Y escribió, dictándosela Fantina, esta carta que le hizo firmar: "Señor Thenardier: Entregaréis a Cosette al portador. Se os pagarán todas las pequeñas deudas. Tengo el honor de enviaros mis respetos. FANTINA".
Pero entonces surgió una situación inesperada.
En vano tallamos lo mejor posible ese tronco misterioso que es nuestra vida; la veta negra del destino aparecerá siempre.