Los miserables (Labaila tr.)/II.6.2
Al amanecer, Fauchelevent abrió los ojos y vio al señor Magdalena sentado en su haz de paja, mirando dormir a Cosette. El jardinero se incorporó, y le dijo:
- Y ahora que estáis aquí, ¿cómo haréis para entrar?
Estas palabras resumían el problema y sacaron a Jean Valjean de su meditación.
Los dos hombres celebraron una especie de consejo.
- Tenéis que empezar -dijo Fauchelevent- por no poner los pies fuera de este cuarto ni la niña ni vos. Un paso en el jardín nos perdería.
- Es cierto.
- Señor Magdalena -continuó Fauchelevent-, habéis llegado en un momento muy bueno, quiero decir muy malo; hay una monja gravemente enferma; están rezando las cuarenta horas; toda la comunidad no piensa más que en esto. La que va a morir es una santa; no es extraño, porque aquí todos lo somos. La diferencia entre ellas y yo sólo está en que ellas dicen: nuestra celda y yo digo: mi choza. Ahora va a rezarse la oración de los agonizantes, y luego la de los muertos; por hoy podemos estar tranquilos, pero no respondo de lo que sucederá mañana.
- Sin embargo -dijo Jean Valjean-, esta choza está en una rinconada del muro, oculta por unas ruinas y por los árboles, y no se ve desde el convento.
- Y yo añado que las monjas no se acercan aquí nunca.
- ¿Pues entonces?...
- Pero quedan las niñas.
- ¿Qué niñas?
Cuando Fauchelevent abría la boca para explicar lo que acababa de decir, se oyó una campanada.
- La religiosa ha muerto -dijo-. Ese es el tañido fúnebre.
E hizo una señal a Jean Valjean para que escuchara. En esto sonó una nueva campanada.
- La campana seguirá tañendo de minuto en minuto, veinticuatro horas hasta que saquen el cuerpo de la iglesia. En cuanto a las niñas, como os decía, en las horas de recreo basta que una pelota ruede un poco más para que lleguen hasta aquí, a pesar de las prohibiciones. Son unos demonios esos querubines.
- Ya entiendo, Fauchelevent; hay colegialas internas.
Jean Valjean pensó: "Encontré educación para Cosette".
Y dijo en voz alta:
- Sí; lo difícil es quedarse.
- No -dijo Fauchelevent-, lo difícil es salir.
Jean Valjean sintió que le afluía la sangre al corazón.
- ¡Salir!
- Sí, señor Magdalena; para volver a entrar es preciso que salgáis.
Jean Valjean se puso pálido. Sólo la idea de volver a ver aquella temible calle lo hacía temblar.
- Vuestra hija duerme -continuó Fauchelevent. ¿Cómo se llama?
- Cosette.
- A ella le será fácil salir de aquí. Hay una puerta que da al patio. Llamo, el portero abre; yo llevo mi cesto al hombro; la niña va dentro, y salgo. Es muy sencillo. Diréis a la niña que se esté quieta debajo de la tapa. Después la deposito el tiempo necesario en casa de una vieja frutera, amiga mía, bien sorda, que vive en la calle Chemin-Vert, donde tiene una camita. Gritaré a su oído que es una sobrina mía, que la tenga allí hasta mañana; y después la niña entrará con vos, porque yo os facilitaré la entrada, por supuesto. Pero, ¿cómo saldréis?
Jean Valjean meneó la cabeza.
- Debería tener la seguridad de que nadie me vea, Fauchelevent. Buscad un medio de que salga, como Cosette, en un cesto y bajo una tapa.
Fauchelevent se rascó la punta de la oreja, señal evidente de un grave apuro. Se oyó un tercer toque.
- El médico de los muertos se va -dijo Fauchelevent. Habrá mirado y habrá dicho: está muerta; bueno. Así que el médico ha dado el pasaporte para el paraíso, la administración de pompas fúnebres envía un ataúd. Si la muerta es una madre, la amortajan las madres; si es una hermana la amortajan las hermanas, y después clavo yo la caja. Esto forma parte de mis obligaciones de jardinero; porque un jardinero tiene algo de sepulturero. Se deposita el cadáver en una sala baja de la iglesia que da a la calle, y donde no puede entrar ningún hombre más que el médico de los muertos y yo, porque yo no cuento como hombre, ni tampoco los sepultureros. En la sala es donde clavo la caja. Los sepultureros vienen por ella y ¡arre, cochero! así es como se va al cielo. Traen una caja vacía, y se la llevan con algo adentro. Ya veis lo que es un entierro.
Se oyó en eso un cuarto toque. Fauchelevent cogió precipitadamente del clavo la rodillera con el cencerro, y se lo puso en la pierna.
- Esta vez el toque es para mí. Me llama la madre priora. Señor Magdalena, no os mováis, y esperadme. Si tenéis hambre, ahí encontraréis vino, pan y queso.
Unos minutos después, Fauchelevent, cuya campanilla ponía en fuga a las religiosas, llamaba suavemente a una puerta; una dulce voz respondió: Por siempre, por siempre. Es decir, entrad.
La priora, la Madre Inocente, sentada en la única silla que había en el locutorio, esperaba a Fauchelevent.