Los miserables (Labaila tr.)/IV.7.3
Se cubrió al señor Mabeuf con un largo chal negro de la dueña de la taberna; seis hombres hicieron con sus fusiles una camilla de campaña, pusieron en ella el cadáver y lo llevaron con la cabeza desnuda, con solemne lentitud, a la mesa grande de la sala baja.
Entretanto, el pequeño Gavroche, único que no había abandonado su puesto, creyó ver algunos hombres que se aproximaban como lobos a la barricada. De repente lanzó un grito. Courfeyrac, Enjolras, Juan Prouvaire, Combeferre, Joly, Bahorel y Laigle salieron en tumulto de la taberna. Se veían bayonetas ondulando por encima de la barricada.
Los granaderos de la guardia municipal penetraban en ella, empujando al pilluelo, que retrocedía sin huir.
El instante era crítico.
Era aquel primer terrible minuto de la inundación cuando el río se levanta al nivel de sus barreras, y el agua empieza a infiltrarse por las hendiduras de los diques. Un segundo más, y la barricada estaba perdida.
Bahorel se lanzó sobre el primer guardia, y lo mató de un tiro a quemarropa con su carabina; el segundo mató a Bahorel de un bayonetazo. otro había derribado a Courfeyrac que gritaba:
- ¡A mí!
El más alto de todos se dirigía contra Gavroche con la bayoneta calada.
El pilluelo cogió en sus pequeños brazos el enorme fusil de Javert, apuntó resueltamente al gigante, y dejó caer el gatillo; pero el tiro no salió. Javert no lo había cargado.
El guardia municipal lanzó una carcajada y levantó la bayoneta sobre el niño.
Pero antes que hubiera podido tocarle, el fusil se escapó de manos del soldado, y cayó de espaldas herido de un balazo en medio de la frente.
Una segunda bala daba en medio del pecho al otro guardia que había derribado a Courfeyrac. Era Marius que acababa de entrar en la barricada.
No tenía ya armas, pues sus pistolas estaban descargadas, pero había visto el barril de pólvora en la sala baja cerca de la puerta.
Al volverse hacia ese lado, le apuntó un soldado; pero en ese momento una mano agarró el cañón del fusil tapándole la boca; era el joven obrero que se había lanzado al fusil. Salió el tiro, le atravesó la mano, y tal vez el cuerpo, porque cayó al suelo, sin que la bala tocara a Marius.
Todo esto sucedió en medio del humo, y Marius apenas lo notó. Sin embargo, había visto confusamente el fusil que le apuntaba y aquella mano que lo había tapado; había oído también el tiro; pero en tales momentos, todas las cosas que se ven son nebulosas, y se siente uno impulsado hacia otra sombra mayor.
Los insurgentes, sorprendidos pero no asustados, se habían reorganizado. Por ambas partes se apuntaban a quemarropa; estaban tan cerca que podían hablarse sin elevar la voz. Cuando llegó ese momento en que va a saltar la chispa, un oficial con grandes charreteras extendió la espada y dijo:
- ¡Rendid las armas!
- ¡Fuego! -respondió Enjolras.
Las dos detonaciones partieron al mismo tiempo y todo desapareció en una nube de humo. Cuando se disipó el humo, se vio por ambos lados heridos y moribundos, pero los combatientes ocupaban sus mismos sitios y cargaban sus armas en silencio.
De repente se oyó una voz fuerte que gritaba:
- ¡Retiraos, o hago volar la barricada!
Todos se volvieron hacia el sitio de donde salía la voz. Marius había entrado en la sala baja y cogido el barril de pólvora; se aprovechó del humo y de la especie de oscura niebla que llenaba el espacio cerrado para deslizarse a lo largo de la barricada hasta el hueco de adoquines en que estaba la antorcha. Coger ésta, poner en su lugar el barril de pólvora, colocar la pila de adoquines sobre el barril cuya tapa se había abierto al momento con una especie de obediencia terrible, todo esto lo hizo Marius en un segundo.
En aquel momento todos, guardias nacionales, municipales, oficiales y soldados, apelotonados en el otro extremo de la calle, lo miraban con estupor, con el pie sobre los adoquines, la antorcha en la mano, su altivo rostro iluminado por una resolución fatal, inclinando la llama de la antorcha hacia aquel montón terrible en que se distinguía el barril de pólvora roto. Marius en aquella barricada, como lo fue el octogenario, era la visión de la juventud revolucionaria después de la aparición de la vejez revolucionaria.
Acercó la antorcha al barril de pólvora, pero ya no había nadie en el parapeto.
Los agresores, dejando sus heridos y sus muertos, se retiraban atropelladamente hacia el extremo de la calle, perdiéndose de nuevo en la oscuridad. La barricada estaba libre.
Todos rodearon a Marius.
- ¡Si no es por ti, hubiera muerto! -dijo Courfeyrac.
- ¡Sin vos me hubieran comido! -añadió Gavroche.
Marius preguntó:
- ¿Quién es el jefe?
- Tú -contestó Enjolras.