Los miserables (Labaila tr.)/I.7.4
En un extremo de la sala, justamente donde él estaba, los jueces se mordían las uñas distraídos o cerraban los párpados. En el otro extremo se situaba una multitud harapienta.
Nadie hizo caso de él. Las miradas se fijaban en un punto único, en un banco de madera que se encontraba cerca de una puertecilla a la izquierda del presidente. En aquel banco había un hombre entre dos gendarmes.
Era el acusado.
Los ojos del señor Magdalena se dirigieron allí naturalmente, como si antes hubiesen visto ya el sitio que ocupaba. Y creyó verse a sí mismo, envejecido, no el mismo rostro, pero el mismo aspecto, con esa mirada salvaje, con la chaqueta que llevaba el día que llegó a D. lleno de odio, ocultando en su alma el espantoso tesoro de pensamientos horribles acumulados en tantos años de presidio.
Y se dijo, estremeciéndose:
- ¡Dios mío! ¿Me convertiré yo en eso?
El hombre parecía tener a lo menos sesenta años; había en su rostro un no sé qué de rudeza, de estupidez, de espanto.
Al ruido de la puerta, el presidente volvió la cabeza y saludó al señor Magdalena. El apenas lo notó. Era presa de una especie de alucinación; miraba solamente.
Hacía veintisiete años había visto lo mismo; veía reaparecer en toda su horrible realidad las escenas monstruosas de su pasado.
Se sintió horrorizado, cerró los ojos, y exclamó en lo más profundo de su alma: ¡Nunca! Allí estaba todo, era igual, la misma hora, casi las mismas caras de los jueces, de los soldados, de los espectadores. Solamente que ahora había un crucifijo sobre la cabeza del presidente, cosa que faltaba en la época de su condena. Cuando lo juzgaron a él, Dios estaba ausente.
Buscó a Javert y no lo encontró.
En el momento en que entró en la sala, la acusación decía que aquel hombre era un ladrón de frutas, un merodeador, un bandido, un antiguo presidiario, un malvado de los más peligrosos, un malhechor llamado Jean Valjean, a quien persigue la justicia hace mucho tiempo.
El abogado defensor persistía en llamar Champmathieu al acusado y decía que nadie lo había visto escalar la pared ni robar la fruta. Pedía para él la corrección estipulada y no el castigo terrible de un reincidente.
El fiscal en su réplica fue violento y florido, como lo son habitualmente los fiscales. Además de cien pruebas más -terminó diciendo-, lo reconocieron cuatro testigos: el inspector de policía Javert y tres de sus antiguos compañeros de ignominia, Brevet, Chenildieu y Cochepaille.
Mientras hablaba el fiscal, el acusado escuchaba con la boca abierta, con una especie de asombro no exento de admiración. Sólo decía:
- ¡Y todo por no haberle preguntado al señor Baloup!
El fiscal hizo notar que esta aparente imbecilidad del acusado era astucia, era el hábito de engañar a la justicia. Y pidió cadena perpetua.
Llegaba el momento de cerrar el debate. El presidente mandó ponerse de pie al acusado y le hizo la pregunta de costumbre:
- ¿Tenéis algo que alegar en defensa propia?
El hombre daba vueltas el gorro entre sus manos, como si no hubiera entendido.
El presidente repitió la pregunta.
Entonces pareció que el acusado la había comprendido. Dirigió la vista al fiscal, y empezó a hablar, como un torrente; las palabras se escapaban de su boca incoherentes, impetuosas, atropelladas, confusas.
- Sí, tengo que decir algo. Yo he sido reparador de carretones en París y trabajé en casa del señor Baloup. Es duro mi oficio; trabajamos siempre al aire libre en patios o bajo cobertizos en los buenos talleres; pero nunca en sitios cerrados porque se necesita mucho espacio. En el invierno pasamos tanto frío que tiene uno que golpearse los brazos para calentarse, pero eso no le gusta a los patrones, porque dicen que se pierde tiempo. Trabajar el hierro cuando están escarchadas las calles es muy duro. Así se acaban pronto los hombres, y se hace uno viejo cuando aún es joven. A los cuarenta ya está uno acabado. Yo tenía cincuenta y tres y no ganaba más que treinta sueldos al día, me pagaban lo menos que podían; se aprovechaban de mi edad. Además, yo tenía una hija que era lavandera en el río. Ganaba poco, pero los dos íbamos tirando. Ella trabajaba duro también. Pasaba todo el día metida en una cubeta hasta la cintura, con lluvia y con nieve. Cuando helaba era lo mismo, tenía que lavar porque hay mucha gente que no tiene bastante ropa; y si no lavaba perdía a los clientes. Se le mojaban los vestidos por arriba y por abajo. Volvía la pobre a las siete de la noche y se acostaba porque estaba rendida. Su marido le pegaba. Ha muerto ya. Era una joven muy buena, que no iba a los bailes, era muy tranquila, no tenéis más que preguntar. Pero, qué tonto soy. París es un remolino. ¿Quién conoce al viejo Champmathieu? Ya os dije que me conoce el señor Baloup. Preguntadle a él. No sé qué más queréis de mí.
El hombre calló y se quedó de pie. El auditorio se echó a reír. El miró al público y, sin comprender nada, se echó a reír también.
Era un espectáculo triste.
El presidente, que era un hombre bondadoso, explicó que el señor Baloup estaba en quiebra y no pudo ser encontrado para que se presentara a testimoniar.
- Acusado -dijo el fiscal con severa voz-, no habéis respondido a nada de lo que se os ha preguntado. Vuestra turbación os condena. Es evidente que no os llamáis Champmathieu, que sois el presidiario Jean Valjean, que sois natural de Faverolles donde erais podador. Es evidente que habéis robado. Los señores jurados apreciarán estos hechos.
El acusado se había sentado; pero se levantó cuando terminó de hablar el fiscal, y gritó:
- ¡Vos sois muy malo, señor! Eso es lo que quería decir y no sabía cómo. Yo no he robado nada, soy un hombre que no come todos los días. Venía de Ailly, iba por el camino después de una tempestad que había asolado el campo. Al lado del camino encontré una rama con manzanas en el suelo, y la recogí sin saber que me traería un castigo: Hace tres meses que estoy preso y que me interrogan. No sé qué decir; se habla contra mí; se me dice ¡responde! El gendarme, que es un buen muchacho, me da con el codo y me dice por lo bajo: contesta. Yo no sé explicarme; no he hecho estudios; soy un pobre. No he robado; recogí cosas del suelo. Habláis de Jean Valjean, de Jean Mathieu, yo no los conozco; serán aldeanos. Yo trabajé con el señor Baloup. Me llamo Champmathieu. Sois muy listos al decirme donde he nacido, pues yo lo ignoro; porque no todos tienen una casa para venir al mundo, eso sería muy cómodo. Creo que mi padre y mi madre andaban por los caminos y no sé nada más. Cuando era niño me llamaban Pequeño, ahora me llama Viejo. Estos son mis nombres de bautismo. Tomadlo como queráis, que he estado en Auvernia, que he en Faverolles, ¡qué sé yo! ¿Es imposible estado en Auvernia y en Faverolles sin haber estado antes en presidio? Os digo que no he robado y que soy el viejo Champmathieu, y que he vivido en casa del señor Baloup. Me estáis aburriendo con vuestras tonterías. ¿Por qué estáis tan enojados conmigo?
El presidente ordenó hacer comparecer a los testigos.
El portero entró con Cochepaille, Chenildieu y Brevet, todos vestidos con chaqueta roja.
- Es Jean Valjean -dijeron los tres-. Se le conocía como Jean Grúa, por lo fuerte que era.
En el público estalló un rumor que llegó hasta el jurado. Era evidente que el hombre estaba perdido.
- Ujier -dijo el presidente-, imponed silencio. Voy a resumir los debates para dar por terminada la vista.
En ese momento se oyó una voz que gritaba detrás del presidente:
- ¡Brevet, Chenildieu, Cochepaille! ¡Mirad aquí!
Todos quedaron helados con esa voz, tan lastimoso era su acento. Las miradas se volvieron hacia el sitio de donde saliera. En el lugar destinado a los espectadores privilegiados había un hombre que acababa de levantarse y, atravesando la puertecilla que lo separaba del tribunal, se había parado en medio de la sala. El presidente, el fiscal, veinte personas lo reconocieron y exclamaron a la vez:
- ¡El señor Magdalena!