Los miserables (Labaila tr.)/II.4.1
En la calle Vignes-Saint Marcel, en un barrio poco conocido, entre dos muros de jardín, había una casa de dos pisos, casi en ruinas, signada con el número 50-52. Se la conocía como la casa Gorbeau. Al primer golpe de vista parecía una casucha, pero en realidad era grande como una catedral. Estaba casi enteramente tapada y sólo se veían la puerta y una ventana. La puerta era sólo un conjunto de planchas de madera barata unidas por palos atravesados. La ventana tenía unas viejas persianas rotas que habían sido reparadas con tablas claveteadas al azar. Ambas daban una impresión de mugre y abandono total.
La escalera terminaba en un corredor largo, al que daban numerosas piezas de diferentes tamaños. Como las aves silvestres, Jean Valjean había elegido aquel sitio solitario para hacer de él su nido. Sacó de su bolsillo una especie de llave maestra; abrió la puerta, entró, la cerró luego con cuidado y subió la escalera, siempre con Cosette en brazos. En lo alto de la escalera sacó de su bolsillo otra llave, con la que abrió otra puerta.
El cuarto donde entró, y que volvió a cerrar en seguida, era una especie de desván bastante espacioso, amueblado con una mesa, algunas sillas y un colchón en el suelo. En un rincón había una estufa encendida, cuyas ascuas relumbraban.
Al fondo había un cuartito con una cama de tijera. Puso a la niña en este lecho y, como lo había hecho la víspera, la contempló con una increíble expresión de éxtasis, de bondad y de ternura. La niña, con esa confianza tranquila que sólo tienen la fuerza extrema y la extrema debilidad, se había dormido sin saber con quién estaba, y dormía sin saber dónde se hallaba. Se inclinó Jean Valjean y besó la mano de la niña. Nueve meses antes había besado la mano de la madre, que también acababa de dormirse. El mismo sentimiento doloroso, religioso, puro, llenaba su corazón.
Era ya muy de día y la niña dormía aún. De pronto, una carreta cargada que pasaba por la calzada conmovió el destartalado caserón como si fuera un largo trueno, y lo hizo temblar de arriba abajo.
- ¡Sí, señora! -gritó Cosette despertándose sobresaltada-; ¡allá voy!
Y se arrojó de la cama con los párpados medio cerrados aún con la pesadez del sueño, extendiendo los brazos hacia el rincón de la pared.
- ¡Ay, Dios mío, mi escoba! -exclamó.
Abrió del todo los ojos, y vio el rostro risueño de Jean Valjean.
- ¡Ah, es verdad! -dijo la niña-. Buenos días, señor.
Los niños aceptan inmediatamente y con toda naturalidad la alegría y la dicha, siendo ellos mismos naturalmente dicha y alegría.
Cosette vio a Catalina al pie de su cama, la tomó, y mientras jugaba hacía cien preguntas a Jean Valjean. ¿Dónde estaban? ¿Era grande París? ¿Estaba muy lejos de la señora Thenardier? ¿Volvería a verla?
- ¿Tengo que barrer? -preguntó al fin.
- Juega -respondió Jean Valjean.