Los miserables (Labaila tr.)/I.4.1
En el primer cuarto de este siglo había en Montfermeil, cerca de París, una especie de taberna que ya no existe. Esta taberna, de propiedad de los esposos Thenardier, se hallaba situada en el callejón del Boulanger. Encima de la puerta se veía una tabla clavada descuidadamente en la pared, en la cual se hallaba pintado algo que en cierto modo se asemejaba a un hombre que llevase a cuestas a otro hombre con grandes charreteras de general; unas manchas rojas querían figurar la sangre; el resto del cuadro era todo humo, y representaba una batalla. Debajo del cuadro se leía esta inscripción: "El Sargento de Waterloo".
Una tarde de la primavera de 1818, una mujer de aspecto poco agradable se hallaba sentada frente a la puerta de la taberna, mirando jugar a sus dos pequeñas hijas, una de pelo castaño, la otra morena, una de unos dos años y medio, la otra de un año y medio.
- Tenéis dos hermosas hijas, señora -dijo de pronto a su lado una mujer desconocida, que tenía en sus brazos a una niña.
Además llevaba un abultado bolso de viaje que parecía muy pesado.
La hija de aquella mujer era uno de los seres más hermosos que pueden imaginarse y estaba vestida con gran coquetería. Dormía tranquila en los brazos de su madre. Los brazos de las madres son hechos de ternura; los niños duermen en ellos profundamente.
En cuanto a la madre, su aspecto era pobre y triste. Llevaba la vestimenta de una obrera que quiere volver a ser aldeana. Era joven; acaso hermosa, pero con aquella ropa no lo parecía. Sus rubios cabellos escapaban por debajo de una fea cofia de beguina amarrada al mentón; calzaba gruesos zapatones. Aquella mujer no se reía; sus ojos parecían secos desde hacía mucho tiempo. Estaba pálida, se veía cansada y tosía bastante; tenía las manos ásperas y salpicadas de manchas rojizas, el índice endurecido y agrietado por la aguja. Era Fantina.
Diez meses habían transcurrido desde la famosa sorpresa. ¿Qué había sucedido durante estos diez meses? Fácil es adivinarlo.
Después del abandono, la miseria. Fantina había perdido de vista a Favorita, Zefina y Dalia; el lazo una vez cortado por el lado de los hombres, se había deshecho por el lado de las mujeres. Abandonada por el padre de su hija, se encontró absolutamente aislada; había descuidado su trabajo, y todas las puertas se le cerraron.
No tenía a quién recurrir. Apenas sabía leer, pero no sabía escribir; en su niñez sólo había aprendido a firmar con su nombre. ¿A quién dirigirse? Había cometido una falta, pero el fondo de su naturaleza era todo pudor y virtud. Comprendió que se hallaba al borde de caer en el abatimiento y resbalar hasta el abismo. Necesitaba valor; lo tuvo, y se irguió de nuevo. Decidió volver a M., su pueblo natal. Acaso allí la conocería alguien y le daría trabajo. Pero debía ocultar su falta. Entonces entrevió confusamente la necesidad de una separación más dolorosa aún que la primera. Se le rompió el corazón, pero se resolvió. Vendió todo lo que tenía, pagó sus pequeñas deudas, y le quedaron unos ochenta francos. A los veintidós años, y en una hermosa mañana de primavera, dejó París llevando a su hija en brazos. Aquella mujer no tenía en el mundo más que a esa niña, y esa niña no tenía en el mundo más que a aquella mujer.
Al pasar por delante de la taberna de Thenardier, las dos niñas que jugaban en la calle produjeron en ella una especie de deslumbramiento, y se detuvo fascinada ante aquella visión radiante de alegría.
Las criaturas más feroces se sienten desarmadas cuando se acaricia a sus cachorros. La mujer levantó la cabeza al oír las palabras de Fantina y le dio las gracias, e hizo sentar a la desconocida en el escalón de la puerta, a su lado.
- Soy la señora Thenardier -dijo-. Somos los dueños de esta hostería.
Era la señora Thenardier una mujer colorada y robusta; aún era joven, pues apenas contaba treinta años. Si aquella mujer en vez de estar sentada hubiese estado de pie, acaso su alta estatura y su aspecto de coloso de circo ambulante habrían asustado a cualquiera.
El destino se entromete hasta en que una persona esté parada o sentada.
La viajera refirió su historia un poco modificada. Contó que era obrera, que su marido había muerto; que como le faltó trabajo en París, iba a buscarlo a su pueblo.
En eso la niña abrió los ojos, unos enormes ojos azules como los de su madre, descubrió a las otras dos que jugaban y sacó la lengua en señal de admiración.
La señora Thenardier llamó a sus hijas y dijo:
- Jugad las tres.
Se avinieron en seguida, y al cabo de un minuto las niñas de la Thenardier jugaban con la recién llegada a hacer agujeros en el suelo. Las dos mujeres continuaron conversando.
- ¿Cómo se llama vuestra niña?
- Cosette.
La niña se llamaba Eufrasia: pero de Eufrasia había hecho su madre este Cosette, mucho más dulce y gracioso.
- ¿Qué edad tiene?
- Va para tres años.
- Lo mismo que mi hija mayor.
Las tres criaturas jugaban y reían, felices.
- Lo que son los niños -exclamó la Thenardier-, cualquiera diría que son tres hermanas.
Estas palabras fueron la chispa que probablemente esperaba la otra madre, porque tomando la mano de la Thenardier la miró fijamente y le dijo:
- ¿Queréis tenerme a mi niña por un tiempo?
La Thenardier hizo uno de esos movimientos de sorpresa que no son ni asentimiento ni negativa. La madre de Cosette continuó:
- Mirad, yo no puedo llevar a mi hija a mi pueblo. El trabajo no lo permite. Con una criatura no hay dónde colocarse. El Dios de la bondad es el que me ha hecho pasar por vuestra hostería. Cuando vi vuestras niñas tan bonitas y tan bien vestidas, me dije: ésta es una buena madre. Podrán ser tres hermanas. Además, que no tardaré mucho en volver. ¿Queréis encargaros de mi niña?
- Veremos -dijo la Thenardier.
- Pagaré seis francos al mes.
Entonces una voz de hombre gritó desde el interior:
- No se puede menos de siete francos, y eso pagando seis meses adelantados.
- Seis por siete son cuarenta y dos -dijo la Thenardier.
- Los daré -dijo la madre.
- Además, quince francos para los primeros gastos -añadió la voz del hombre.
- Total cincuenta y siete francos -dijo la Thenardier.
- Los pagaré -dijo la madre-. Tengo ochenta francos. Tengo con qué llegar a mi pueblo, si me voy a pie. Allí ganaré dinero, y tan pronto reúna un poco volveré a buscar a mi amor.
La voz del hombre dijo:
- ¿La niña tiene ropa?
- Ese es mi marido -dijo la Thenardier.
- Vaya si tiene ropa mi pobre tesoro, y muy buena, todo por docenas, y trajes de seda como una señora. Ahí la tengo en mi bolso de viaje.
- Habrá que dejarlo aquí -volvió a decir el hombre.
- ¡Ya lo creo que lo dejaré! -dijo la madre-. ¡No dejaría yo a mi hija desnuda!
Entonces apareció el rostro del tabernero.
- Está bien -dijo.
- Es el señor Thenardier -dijo la mujer.
El trato quedó cerrado. La madre pasó la noche en la hostería, dio su dinero y dejó a su niña; partió a la madrugada siguiente, llorando desconsolada, pero con la esperanza de volver en breve.
Cuando la mujer se marchó, el hombre dijo a su mujer:
- Con esto pagaré mi deuda de cien francos que vence mañana. Me faltaban cincuenta. ¿Sabes que no has armado mala ratonera con tus hijas?
- Sin proponérmelo -repuso la mujer.