Los miserables (Labaila tr.)/III.6.2
Un día el aire estaba tibio y el Luxemburgo inundado de sombra y de sol; el cielo puro como si los ángeles lo hubieran lavado por la mañana; los pajarillos cantaban alegremente posados en el ramaje de los castaños. Marius había abierto toda su alma a la naturaleza; en nada pensaba, sólo vivía y respiraba. Pasó cerca del banco; la joven alzó los ojos, y sus miradas se encontraron.
¿Qué había esta vez en la mirada de la joven? Marius no hubiera podido decirlo. No había nada y lo había todo. Fue un relámpago extraño.
Ella bajó los ojos; él continuó su camino. Lo que acababa de ver no era la mirada ingenua y sencilla de un niño; era una sima misteriosa que se había entreabierto, y luego bruscamente cerrado.
Hay un día en que toda joven mira así. ¡Pobre del que se encuentra cerca! Esta primera mirada de un alma que no se conoce todavía es como el alba en el cielo. Es una especie de ternura indecisa que se revela al azar y que espera. Es una trampa que la inocencia arma sin saberlo, donde atrapa los corazones sin quererlo.
Por la tarde, al volver a su buhardilla, Marius fijó la vista en su traje, y notó por primera vez que era una estupidez inaudita irse a pasear al Luxemburgo con su tenida de todos los días, es decir, con un sombrero roto, con botas gruesas como las de un carretero, un pantalón negro que estaba blanquecino en las rodillas, y una levita negra que palidecía por los codos.
Al día siguiente, a la hora acostumbrada, Marius sacó del armario su traje nuevo, su sombrero nuevo y sus botas nuevas, y se fue al Luxemburgo.
En el camino se encontró con Courfeyrac, y se hizo el que no lo veía. Courfeyrac, al volver a su casa, dijo a sus amigos:
- Me acabo de cruzar con el sombrero nuevo y el traje nuevo de Marius, con Marius adentro. Iba sin duda a dar algún examen. ¡Tenía una cara de idiota!
Al desembocar en el paseo, Marius divisó al otro extremo al señor Blanco y a la joven, y se fue derecho al banco. A medida que se acercaba, iba acortando el paso. Llegado a cierta distancia del banco, se volvió en dirección opuesta a la que llevaba. La joven apenas pudo verlo de lejos y notar lo bien que se veía con su traje nuevo. En tanto, él caminaba muy derecho para tener buena figura, en el caso de que lo mirara alguien.
Llegó al extremo opuesto; después volvió, y se acercó un poco más al banco, y cruzó nuevamente por delante de la joven. Esta vez estaba muy pálido. Se alejó, y como aun volviéndole la espalda se figuraba que lo miraba, esta idea lo hacía tropezar.
Por primera vez en quince meses pensó que tal vez aquel señor que se sentaba allí todos los días con aquella joven habría reparado sin duda en él, y que le habría parecido extraña su asiduidad.
Ese día se olvidó de ir a comer. No se acostó sino después de haber cepillado su traje y de haberlo doblado con gran cuidado.
Así pasaron quince días. Marius iba al Luxemburgo, no para pasearse, sino para sentarse siempre en el mismo sitio y sin saber por qué, pues luego que llegaba allí, no se movía. Todas las mañanas se ponía su traje nuevo para no dejarse ver, y al día siguiente volvía a hacer lo mismo.
La señora Burgon, la portera-inquilina principal-sirvienta de casa Gorbeau, constataba, atónita, que Marius volvía a salir con su traje nuevo.
- ¡Tres días seguidos! -exclamó.
Trató de seguirlo, pero Marius caminaba a grandes zancadas. Lo perdió de vista a los dos minutos; volvió a la casa sofocada y furiosa.
Marius llegó al Luxemburgo. La joven y el anciano estaban allí.
Se acercó fingiendo leer un libro, pero volvió a alejarse rápidamente y se fue a sentar a su banco, donde pasó cuatro horas mirando corretear los gorriones.
Así pasaron quince días. Marius ya no iba al Luxemburgo a pasearse, sino a sentarse siempre en el mismo lugar, sin saber por qué. Una vez allí, ya no se movía más. Y todos los días se ponía el traje nuevo, para que nadie lo viera, y recomenzaba a la mañana siguiente.
La joven era de una hermosura realmente maravillosa.