Los miserables (Labaila tr.)/IV.7.4
A pesar de que la atención de los amotinados se concentraba en la Gran barricada, que era la más atacada, Marius pensó en la barricada pequeña; fue hacia allá, y la encontró desierta. La calle Mondetour estaba absolutamente tranquila. Cuando se retiraba oyó que le llamaba una voz débil:
- ¡Señor Marius!
Se estremeció, porque reconoció la voz que lo había llamado dos horas antes en la verja de la calle Plumet. Sólo que esta voz parecía ahora un soplo. Miró en su derredor, y no vio a nadie.
- ¡Señor Marius! -repitió la voz-. Estoy a vuestros pies.
Entonces se inclinó, y vio en la sombra un bulto que se arrastraba hacia él.
La lamparilla que llevaba le permitió distinguir una blusa, un pantalón roto, unos pies descalzos y una cosa semejante a un charco de sangre. Marius entrevió un rostro pálido que se elevaba hacia él, y que le dijo:
- ¿Me reconocéis?
- No.
- Eponina.
Marius se hincó. La pobre muchacha estaba vestida de hombre.
- ¿Qué hacéis aquí?
- ¡Me muero! -dijo ella.
- ¡Estáis herida! Esperad; voy a llevaros a la sala. Allí os curarán. ¿Es grave? ¿Cómo he de cogeros para no haceros daño? ¿Padecéis mucho? ¡Dios mío! ¿Pero qué habéis venido a hacer aquí?
Y trató de pasar el brazo por debajo del cuerpo de Eponina pare levantarla, y tocó su mano. Ella dio un débil grito.
- ¿Os he hecho daño? -preguntó Marius.
- Un poco.
- Pero sólo os he tocado la mano.
Eponina acercó la mano a los ojos de Marius, y le mostró en ella un agujero negro.
- ¿Qué tenéis en la mano? -le preguntó.
- La tengo atravesada por una bala.
- ¿Cómo?
- ¿No visteis un fusil que os apuntaba?
- Sí, y una mano que lo tapó.
- Era la mía.
Marius se estremeció.
- ¡Qué locura! ¡Pobre niña! Pero si es eso, no es nada; os voy a llevar a una cama y os curarán; no se muere nadie por tener una mano atravesada.
Ella murmuró:
- La bala atravesó la mano, pero salió por la espalda. Es inútil que me mováis de aquí. Yo os diré cómo podéis curarme mejor que un cirujano: sentaos a mi lado en esta piedra.
Marius obedeció; ella puso la cabeza sobre sus rodillas, y le dijo sin mirarlo:
- ¡Ah, qué bien estoy ahora! ¡Ya no sufro!
Permaneció un momento en silencio; después, volvió con gran esfuerzo el rostro y miró a Marius.
- ¿Sabéis, señor Marius? Me daba rabia que entraseis en ese jardín; era una tontería, porque yo misma os había llevado allá y, por otra parte, yo sabía que un joven como vos...
Aquí se detuvo; y añadió con una triste sonrisa:
- Os parezco muy fea, ¿no es verdad?
Y continuó:
- ¡Ya veis! ¡Estáis perdido! Ahora nadie saldrá de la barricada. Yo os traje aquí, y vais a morir; yo lo sabía. Y, sin embargo, cuando vi que os apuntaban, puse mi mano en la boca del fusil. ¡Qué raro! Pero es que quería morir antes que vos. Cuando recibí el balazo, me arrastré y os esperaba. ¡Oh! Si supieseis... Mordía la blusa; ¡tenía tanto dolor! Pero ahora estoy bien. ¿Os acordáis de aquel día en que entré en vuestro cuarto, y del día en que os encontré en el prado? ¡Cómo cantaban los pájaros! No hace mucho tiempo. Me disteis cien sueldos, y os contesté: No quiero vuestro dinero ¿Recogisteis la moneda? No sois rico y no me acordé de deciros que la recogieseis. Hacía un sol hermoso. ¿Os acordáis, señor Marius? ¡Oh! ¡Qué feliz soy! ¡Todo el mundo va a morir!
Mientras hablaba, apoyaba la mano herida sobre el pecho, donde tenía otro agujero del cual salía a intervalos una ola de sangre. Marius contemplaba a aquella infeliz criatura con profunda compasión.
- ¡Oh! -dijo la joven de repente-. ¡Me vuelve otra vez! ¡Me ahogo!
Cogió la blusa y la mordió.
En aquel momento el grito de gallo de Gavroche resonó en la barricada. El muchacho se había subido sobre una mesa para cargar el fusil y cantaba alegremente.
Eponina se levantó y escuchó; después dijo a Marius:
- ¡Es mi hermano! Mejor que no me vea, porque me regañaría.
- ¿Vuestro hermano? -preguntó Marius, que estaba pensando con amargura en la obligación que su padre le había dejado respecto de los Thenardier-. ¿Quién es vuestro hermano?
- Ese muchacho. El que canta.
Marius hizo un movimiento como para ponerse de pie.
- ¡Oh! ¡No os vayáis! -dijo Eponina-. Ya no duraré mucho más.
Estaba casi sentada; pero su voz era muy débil y cortada por el estertor. Acercó todo lo que podía su rostro al de Marius y dijo con extraña expresión:
- Escuchad, no quiero engañaros. Tengo en el bolsillo una carta para vos desde ayer. Me encargaron que la echara al correo, y la guardé porque no quería que la recibierais. ¡Pero tal vez me odiaríais cuando nos veamos dentro de poco! Porque los muertos se vuelven a encontrar, ¿no es verdad? Tomad la carta.
Cogió convulsivamente la mano de Marius con su mano herida y la puso en el bolsillo de la blusa. Marius tocó un papel.
- Cogedlo -dijo ella.
Marius tomó la carta. Entonces Eponina hizo un gesto de satisfacción.
- Ahora prometedme por mis dolores...
Y se detuvo.
- ¿Qué? -preguntó Marius.
- ¡Prometedme!
- Os prometo.
- Prometedme darme un beso en la frente cuando muera. Lo sentiré.
Su cabeza cayó entre las rodillas de Marius y se cerraron sus párpados.
El la creyó dormida para siempre, pero de pronto Eponina abrió lentamente los ojos, que ya tenían la sombría profundidad de la muerte, y le dijo con un acento cuya dulzura parecía venir de otro mundo:
- Y mirad qué locura, señor Marius, creo que estaba un poco enamorada de vos.
Trató de sonreír y expiró.