Los miserables (Labaila tr.)/II.4.2
Al día siguiente, al amanecer, se hallaba otra vez Jean Valjean junto al lecho de Cosette. Allí esperaba, inmóvil, mirándola despertar. Sentía algo nuevo en su corazón.
Jean Valjean no había amado nunca. Hacía veinticinco años que estaba solo en el mundo. Jamás fue padre, amante, marido ni amigo. En presidio era malo, sombrío, casto, ignorante, feroz. Su corazón estaba lleno de virginidad. Su hermana y sus sobrinos no le habían dejado más que un recuerdo vago y lejano que acabó por desvanecerse. Había hecho esfuerzos por volver a hallarlos y no habiéndolo conseguido, los había olvidado.
La naturaleza humana es así.
Cuando vio a Cosette, cuando la rescató, sintió que se estremecían sus entrañas. Todo lo que en ellas había de apasionado y de afectuoso se despertó en él, y se depositó en esta niña. Junto a la cama donde ella dormía, temblaba de alegría; sentía arranques de madre, y no sabía lo que eran; porque es una cosa muy obscura y muy dulce ese grande y extraño sentimiento de un corazón que se pone a amar. ¡Pobre corazón, viejo y tan nuevo al mismo tiempo! Sólo que como tenía cincuenta y cinco años y Cosette tenía ocho, todo el amor que hubiese podido tener en su vida se fundió en una especie de luminosidad inefable. Era el segundo ángel que aparecía en su vida. El obispo había hecho levantarse en su horizonte el alba de la virtud; Cosette hacía amanecer en él el alba del amor. Los primeros días pasaron en este deslumbramiento.
Cosette, por su parte, se transformaba también, aunque sin saberlo la pobrecita. Era tan pequeña cuando la dejó su madre, que ya no se acordaba de ella. Como todos los niños, había intentado amar pero no lo había conseguido. Todos la rechazaron; los Thenardier, sus hijas y otros niños. Había querido al perro, y el perro había muerto; después no la había querido nadie ni nada. Cosa atroz de decir, a los ocho años tenía el corazón frío. No era culpa suya, puesto que no era la facultad de amar lo que le faltaba sino la posibilidad.
Así, desde el primer día se puso a amar a aquel hombre con todas las fuerzas de su alma. El instinto de Cosette buscaba un padre como el instinto de Jean Valjean buscaba una hija. En el momento misterioso en que se tocaron sus dos manos, se vieron estas dos almas, se reconocieron como necesarias la una para la otra, y se abrazaron estrechamente.
La llegada de aquel hombre al destino de la niña fue la llegada de Dios a su vida. Jean Valjean había escogido bien su asilo. Estaba allí en una seguridad que podía parecer completa. La casa tenía muchos cuartos y desvanes, de los cuales uno solo estaba ocupado por una vieja portera que era la que hacía el aseo de la habitación de Jean Valjean, y también las compras y la comida; fue ella quien encendió el fuego la noche de la llegada. Todo lo demás estaba deshabitado.
Pasaron las semanas. Jean Valjean y Cosette llevaban en aquel miserable desván una existencia feliz.
Desde el amanecer Cosette empezaba a reír, a charlar y a cantar. Los niños tienen su canto de la mañana como los pájaros. Algunas veces Jean Valjean le tomaba sus manos enrojecidas y llenas de sabañones, y las besaba. La pobre niña, acostumbrada a recibir sólo golpes, no sabía lo que esto quería decir, y las retiraba toda avergonzada.
Jean Valjean comenzó a enseñarle a leer. Algunas veces, al hacer deletrear a la niña, pensaba que él había aprendido a leer en el presidio con la idea de hacer el mal. Esta idea se había convertido en la de enseñar a leer a la niña. Entonces, el viejo presidiario se sonreía con la sonrisa pensativa de los ángeles.
Enseñar a leer a Cosette y dejarla jugar, ésa era poco más o menos toda la vida de Jean Valjean. Y luego le hablaba de su madre, y la hacía rezar. Cosette lo llamaba padre. Pasaba las horas mirándola vestir y desnudar su muñeca y oyéndola canturrear. Ahora la vida se le presentaba llena de interés, los hombres le parecían buenos y justos, no acusaba a nadie en su pensamiento, y no veía ninguna razón para no envejecer hasta una edad muy avanzada, ya que aquella niña lo amaba. Veía delante de sí un porvenir iluminado por Cosette, como por una hermosa luz. Los hombres buenos no están exentos de un pensamiento egoísta; y así en algunos momentos Jean Valjean pensaba, con una especie de júbilo, que Cosette sería fea.