Los miserables (Labaila tr.)/II.1.1
Si no hubiera llovido esa noche del 17 al 18 de junio de 1815, el porvenir de Europa hubiera cambiado. Algunas gotas de agua, una nube que atravesó el cielo fuera de temporada, doblegaron a Napoleón.
La batalla de Waterloo estaba planeada, genialmente, para las 6 de la mañana; con la tierra seca la artillería podía desplazarse rápidamente y se habría ganado la contienda en dos o tres horas. Pero llovió toda la noche; la tierra estaba empantanada. El ataque empezó tarde, a las once, cinco horas después de lo previsto. Esto dio tiempo para la llegada de todas las tropas enemigas.
¿Era posible que Napoleón ganara esta batalla? No. ¿A causa de Wellington? No, a causa de Dios.
No entraba en la ley del siglo XIX un Napoleón vencedor de Wellington.
Se preparaba una serie de acontecimientos en los que Napoleón no tenía lugar.
Ya era tiempo que cayera aquel hombre. Su excesivo peso en el destino humano turbaba el equilibrio. Toda la vitalidad concentrada en una sola persona, el mundo pendiente del cerebro de un solo ser, habría sido mortal para la civilización.
La caída de Napoleón estaba decidida. Napoleón incomodaba a Dios.
Al final, Waterloo no es una batalla; es el cambio de frente del Universo.
Pero para disgusto de los vencedores, el triunfo final es de la revolución: Bonaparte antes de Waterloo ponía a un cochero en el trono de Nápoles y a un sargento en el de Suecia; Luis XVIII, después de Waterloo, firmaba la declaración de los derechos humanos.