Los miserables (Labaila tr.)/V.3.1
Javert se alejó lentamente de la calle del Hombre Armado.
Caminaba con la cabeza baja por primera vez en su vida, y también por primera vez en su vida con las manos cruzadas atrás.
Se internó por las calles más silenciosas. Sin embargo, seguía una dirección. Tomó por el camino más corto hacia el Sena, hasta donde se forma una especie de lago cuadrado que atraviesa un remolino. Este punto del Sena es muy temido por los marineros, pues quienes caen en aquel remolino no vuelven a aparecer, por más diestros nadadores que sean.
Javert apoyó los codos en el parapeto del muelle, el mentón en sus manos, y se puso a meditar.
En el fondo de su alma acababa de pasar algo nuevo, una revolución, una catástrofe, y había materia para pensar. Padecía atrozmente. Se sentía turbado; su cerebro, tan límpido en su misma ceguera, había perdido la transparencia.
Ante sí veía dos sendas igualmente rectas; pero eran dos y esto le aterraba, pues en toda su vida no había conocido sino una sola línea recta. Y para colmo de angustia aquellas dos sendas eran contrarias y se excluían mutuamente. ¿Cuál sería la verdadera? Su situación era imposible de expresar.
Deber la vida a un malhechor; aceptar esta deuda y pagarla; estar, a pesar de sí mismo, mano a mano con una persona perseguida por la justicia y pagarle un servicio con otro servicio; permitir que le dijesen: márchate, y decir a su vez: quedas libre; sacrificar el deber a motivos personales; traicionar a la sociedad por ser fiel a su conciencia; todo esto le aterraba.
Le sorprendía que Jean Valjean lo perdonara; y lo petrificaba la idea de que él, Javert, hubiera perdonado a Jean Valjean.
¿Qué hacer ahora? Si malo le parecía entregar a Jean Valjean, no menos malo era dejarlo libre.
Con ansiedad se daba cuenta de que tenía que pensar. La misma violencia de todas estas emociones contradictorias lo obligaba a hacerlo. ¡Pensar! Cosa inusitada para él, y que le causaba un dolor indecible. Hay siempre en el pensamiento cierta cantidad de rebelión interior, y le irritaba sentirla dentro de sí.
Le quedaba un solo recurso: volver apresuradamente a la calle del Hombre Armado y apoderarse de Jean Valjean. Era lo que tenía que hacer. Y sin embargo, no podía. Algo le cerraba ese camino.
¿Y qué era ese algo? ¿Hay en el mundo una cosa distinta de los tribunales, de las sentencias de la policía y de la autoridad? Las ideas de Javert se confundían. ¿No era horrible que Javert y Jean Valjean, el hombre hecho para servir y el hombre hecho para sufrir, se pusieran ambos fuera de la ley? Su meditación se volvía cada vez más cruel.
Jean Valjean lo desconcertaba. Los axiomas que habían sido los puntos de apoyo de toda su vida caían por tierra ante aquel hombre. Su generosidad lo agobiaba. Recordaba hechos que en otro tiempo había calificado de mentiras y locuras, y que ahora le parecían realidades. El señor Magdalena aparecía detrás de Jean Valjean, y las dos figuras se superponían, hasta formar una sola, que era venerable. Javert sentía penetrar en su alma algo horrible: la admiración hacia un presidiario. Pero ¿se concibe que se respete a un presidiario? No, y a pesar de ello, él lo respetaba. Temblaba. Pero por más esfuerzos que hacía, tenía que confesar en su fuero interno la sublimidad de aquel miserable. Era espantoso. Un presidiario compasivo, dulce, clemente, recompensando el mal con el bien, el odio con el perdón, la venganza con la piedad, prefiriendo perderse a perder a su enemigo, salvando al que le había golpeado, más cerca del ángel que del hombre; era un monstruo cuya existencia ya no podía negar.
Esto no podía seguir así.
En realidad no se había rendido de buen grado a aquel monstruo, a aquel ángel infame. Veinte veces, cuando iba en el carruaje con Jean Valjean, el tigre legal había rugido en él. Veinte veces había sentido tentaciones de arrojarse sobre él y arrestarlo. ¿Había algo más sencillo? ¿Había cosa más justa? Y entonces, igual que ahora, tropezó con una barrera insuperable; cada vez que la mano del policía se levantaba convulsivamente para coger a Jean Valjean por el cuello, había vuelto a caer, y en el fondo de su pensamiento oía una voz, una voz extraña que le gritaba: "Muy bien, entrega a tu salvador, y en seguida haz traer la jofaina de Poncio Pilatos, y lávate las garras". Después se examinaba a sí mismo, y junto a Jean Valjean ennoblecido, contemplaba a Javert degradado. ¡Un presidiario era su bienhechor!
Sentía como si le faltaran las raíces. El Código no era más que un papel mojado en su mano. No le bastaba ya la honradez antigua. Un orden de hechos inesperados surgía y lo subyugaba. Era para su alma un mundo nuevo; el beneficio aceptado y devuelto, la abnegación, la misericordia, la indulgencia; no más sentencias definitivas, no más condenas; la posibilidad de una lágrima en los ojos de la ley; una justicia de Dios, contraria a la justicia de los hombres. Divisaba en las tinieblas la imponente salida de un sol moral desconocido, y experimentaba al mismo tiempo el horror y el deslumbramiento de semejante espectáculo.
Se veía en la necesidad de reconocer con desesperación que la bondad existía. Aquel presidiario había sido bueno; y también él, ¡cosa inaudita!, acababa de serlo. Era un cobarde. Se horrorizaba de sí mismo. Acababa de cometer una falta y no lograba explicarse cómo.
Sin duda tuvo siempre la intención de poner a Jean Valjean a disposición de la ley, de la que era cautivo, y de la cual él, Javert, era esclavo. Toda clase de novedades enigmáticas se abrían a sus ojos. Se preguntaba: ¿Por qué ese presidiario a quien he perseguido hasta acosarlo, que me ha tenido bajo sus pies, que podía y debía vengarse, me ha perdonado la vida? ¿Por deber? No. Por algo más. Y yo, al dejarlo libre, ¿qué hice? ¿Mi deber? No, algo más. ¿Hay, pues, algo por encima del deber? Al llegar aquí se asustaba. Desde que fue adulto y empezó a desempeñar su cargo, cifró en la policía casi toda su religión. Tenía un solo superior, el prefecto, y nunca pensó en Dios, en ese otro ser superior. Este nuevo jefe, Dios, se le presentaba de improviso y lo hacía sentir incómodo. Pero ¿cómo hacer para presentarle su dimisión? El hecho predominante para él era que acababa de cometer una espantosa infracción. Había dado libertad a un criminal reincidente; nada menos. No se comprendía a sí mismo ni concebía las razones de su modo de obrar. Sentía una especie de vértigo. Hasta entonces había vivido con la fe ciega que engendra la probidad tenebrosa. Ahora lo abandonaba esa fe; todas sus creencias se derrumbaban. Algunas verdades que no quería escuchar lo asediaban inexorablemente. Padecía los extraños dolores de una conciencia ciega, bruscamente devuelta a la luz. En él había muerto la autoridad; ya no tenía razón de existir.
¡Qué situación tan terrible la de sentirse conmovido! ¡Ser de granito y dudar! ¡Ser hielo, y derretirse! ¡Sentir de súbito que los dedos se abren para soltar la presa! No había sino dos maneras de salir de un estado insoportable. Una, ir a casa de Jean Valjean y arrestarlo. Otra...
Javert dejó el parapeto y, esta vez con la cabeza erguida, se dirigió con paso firme al puesto de policía.
Allí dio su nombre, mostró su tarjeta y se sentó junto a una mesa sobre la cual había pluma, tintero y papel. Tomó la pluma y un pliego de papel, y se puso a escribir lo siguiente:
"Algunas observaciones para el bien del Servicio.
"Primero. Suplico al señor prefecto que pase la vista por las siguientes líneas.
"Segundo. Los detenidos que vienen de la sala de Audiencia se quitan los zapatos, y permanecen descalzos en el piso de ladrillos mientras se les registra. Muchos tosen cuando se les conduce al encierro. Esto ocasiona gastos de enfermería.
"Tercero. Es conveniente que al seguir una pista lo hagan dos agentes y que no se
pierdan de vista, con el objeto de que si por cualquier causa un agente afloja en el servicio, el otro lo vigile y cumpla su deber.
"Cuarto. No se comprende por qué el reglamento especial de la cárcel prohíbe al preso que tenga una silla, aun pagándola.
"Quinto. Los detenidos, llamados ladradores, porque llaman a los otros a la reja, exigen dos sueldos de cada preso por pregonar su nombre con voz clara. Es un robo.
"Sexto. Se oye diariamente a los gendarmes referir en el patio de la Prefectura los interrogatorios de los detenidos. En un gendarme, que debiera ser sagrado, semejante revelación es una grave falta."
Javert trazó las anteriores líneas con mano firme y escritura correcta, no omitiendo una sola coma, y haciendo crujir el papel bajo su pluma, y al pie estampó su firma y fecha, "7 de junio de 1832, a eso de la una de la madrugada".
Dobló el papel en forma de carta, lo selló, lo dejó sobre la mesa y salió.
Cruzó de nuevo diagonalmente la plaza del Chatelet, llegó al muelle, y fue a situarse con una exactitud matemática en el punto mismo que dejara un cuarto de hora atrás. Los codos, como antes, sobre el parapeto. Parecía no haberse movido.
Obscuridad completa. Era el momento sepulcral que sigue a la medianoche.
Nubes espesas ocultaban las estrellas. El cielo tenía un aspecto siniestro; no pasaba nadie; las calles y los muelles hasta donde la vista podía alcanzar, estaban desiertos; el río había crecido con las lluvias.
Javert inclinó la cabeza y miró. Todo estaba negro. No veía nada, pero sentía el frío hostil del río y el olor insípido de las piedras. La sombra que lo rodeaba estaba llena de horror.
Javert permaneció algunos minutos inmóvil, mirando aquel abismo de tinieblas. El único ruido era el del agua. De repente se quitó el sombrero y lo puso sobre la barandilla.
Poco después apareció de pie sobre el parapeto una figura alta y negra, que a lo lejos cualquier transeúnte podría tomar por un fantasma; se inclinó hacia el Sena, volvió a enderezarse, y cayó luego a plomo en las tinieblas.
Hubo una agitación en el río, y sólo la sombra fue testigo de las convulsiones de aquella forma oscura que desapareció bajo las aguas.