Los miserables (Labaila tr.)/II.3.8
Al día siguiente, lo menos dos horas antes de que amaneciera, Thenardier, sentado junto a una mesa en la sala baja de la taberna, con una pluma en la mano, y alumbrado por la luz de una vela, hizo la cuenta del viajero del abrigo amarillento.
-¡Y no te olvides que hoy saco de aquí a Cosette a patadas! -gruñó su mujer-. ¡Monstruo! ¡Me come el corazón con su muñeca! ¡Preferiría casarme con Luis XVIII a tenerla en casa un día!.
Thenardier encendió su pipa y respondió entre dos bocanadas de humo:
- Entregarás al hombre esta cuenta.
Después salió.
Apenas había puesto el pie fuera de la sala cuando entró el viajero. Thenardier se devolvió y permaneció inmóvil en la puerta entreabierta, visible sólo para su mujer.
El hombre llevaba en la mano su bastón y su paquete.
- ¡Levantado ya, tan temprano! -dijo la Thenardier-. ¿Acaso el señor nos deja?
El viajero parecía pensativo y distraído. Respondió:
- Sí, señora, me voy.
La Thenardier le entregó la cuenta doblada.
El hombre desdobló el papel y lo miró; pero su atención estaba indudablemente en otra parte.
- Señora -continuó-, ¿hacéis buenos negocios en Montfermeil?
- Más o menos no más, señor -respondió la Thenardier, con acento lastimero-: ¡Ay, los tiempos están muy malos! ¡Tenemos tantas cargas! Mirad, esa chiquilla nos cuesta los ojos de la cara, esa Cosette; la Alondra, como la llaman en el pueblo.
- ¡Ah! -dijo el hombre.
La Thenardier continuó:
- Tengo mis hijas. No necesito criar los hijos de los otros.
El hombre replicó con una voz que se esforzaba en hacer indiferente y que, sin embargo, le temblaba:
- ¿Y si os libraran de ella?
- ¡Ah señor!, ¡mi buen señor! ¡Tomadla, lleváosla, conservadla en azúcar, en trufas; bebéosla, coméosla, y que seáis bendito de la Virgen Santísima y de todos los santos del paraíso!
- Convenido entonces.
- ¿De veras? ¿Os la lleváis?
- Me la llevo.
- ¿Ahora?
- Ahora mismo. Llamadla.
- ¡Cosette! -gritó la Thenardier.
- Entretanto -prosiguió el hombre-, voy a pagaros mi cuenta. ¿Cuánto es?
Echó una ojeada a la cuenta, y no pudo reprimir un movimiento de sorpresa.
- ¡Veintitrés francos!
Miró a la tabernera y repitió:
- ¿Veintitrés francos?
- ¡Claro que sí, señor! Veintitrés francos.
El viajero puso sobre la mesa cinco monedas de cinco francos.
En ese momento Thenardier irrumpió en medio de la sala, y dijo:
- El señor no debe más que veintiséis sueldos.
- ¡Veintiséis sueldos! -dijo la mujer
- Veinte sueldos por el cuarto -continuó fríamente Thenardier- y seis sueldos por la cena. Y en cuanto a la niña, necesito hablar un poco con el señor. Déjanos solos.
Apenas estuvieron solos, Thenardier ofreció una silla al viajero. Este se sentó; Thenardier permaneció de pie, y su rostro tomó una expresión de bondad y de sencillez.
- Señor -dijo-, mirad, tengo que confesaros que yo adoro a esa niña. ¿Qué me importa todo ese dinero? Guardaos vuestras monedas de cien sueldos. No quiero dar a nuestra pequeña Cosette. Me haría falta. No tiene padre ni madre; yo la he criado. Es cierto que nos cuesta dinero, pero, en fin, hay que hacer algo por amor a Dios. Y quiero tanto a esa niña, si la hemos criado como a hija nuestra.
El desconocido lo miraba fijamente. Thenardier continuó:
- No se da un hijo así como así al primero que viene; quisiera saber adónde la llevaréis, quisiera no perderla de vista, saber a casa de quién va, para ir a verla de vez en cuando.
El desconocido, con esa mirada que penetra, por decirlo así, hasta el fondo de la conciencia, le respondió con acento grave y firme:
- Señor Thenardier, si me llevo a Cosette, me la llevaré y nada más. Vos no sabréis mi nombre, ni mi dirección, ni dónde ha de ir a parar, y mi intención es que no os vuelva a ver en su vida. ¿Os conviene? ¿Sí, o no?
Lo mismo que los demonios y los genios conocían en ciertas señales la presencia de un Dios superior, comprendió Thenardier que tenía que habérselas con uno más fuerte que él. Calculó que era el momento de ir derecho y pronto al asunto.
- Señor -dijo-, necesito mil quinientos francos.
El viajero sacó de su bolsillo una vieja cartera de cuero de donde extrajo algunos billetes de Banco que puso sobre la mesa. Después apoyó su ancho pulgar sobre estos billetes, y dijo al tabernero:
- Haced venir a Cosette.
Un instante después entraba Cosette en la sala baja.
El desconocido tomó el paquete que había llevado, y lo desató. Este paquete contenía un vestidito de lana, un delantal, un chaleco, un pañuelo, medias de lana y zapatos, todo de color negro.
- Hija mía -dijo el hombre-, toma esto, y ve a vestirte en seguida.
El día amanecía cuando los habitantes de Montfermeil, que empezaban a abrir sus puertas, vieron pasar a un hombre vestido pobremente que llevaba de la mano a una niña de luto, con una muñeca color de rosa en los brazos.
Cosette iba muy seria, abriendo sus grandes ojos y contemplando el cielo. Había puesto el luís en el bolsillo de su delantal nuevo. De vez en cuando se inclinaba y le arrojaba una mirada, después miraba al desconocido. Se sentía como si estuviera cerca de Dios.