Los miserables (Labaila tr.)/IV.7.2
Cuando después de la llegada de Gavroche cada cual ocupó su puesto de combate, no quedaron en la sala baja más que Javert, un insurgente que lo custodiaba y el señor Mabeuf, de quien nadie se acordaba. El anciano había permanecido inmóvil, como si mirara un abismo; no parecía que su pensamiento estuviera en la barricada.
En el momento del ataque, la detonación lo conmovió como una sacudida física, y como si despertara de un sueño se levantó bruscamente, atravesó la sala, y apareció en la puerta de la taberna en el momento en que Enjolras repetía por segunda vez su pregunta:
- ¿Nadie se atreve?
La presencia del anciano causó una especie de conmoción en todos los grupos.
Se dirigió hacia Enjolras; los insurgentes se apartaban a su paso con religioso temor; cogió la bandera, y sin que nadie pensara en detenerlo ni en ayudarlo, aquel anciano de ochenta años, con la cabeza temblorosa y el pie firme, empezó a subir lentamente la escalera de adoquines hecha en la barricada. A cada escalón que subía, sus cabellos blancos, su faz decrépita, su amplia frente calva y arrugada, sus ojos hundidos, su boca asombrada y abierta, con la bandera roja en su envejecido brazo, saliendo de la sombra y engrandeciéndose en la claridad sangrienta de la antorcha, parecía el espectro de 1793 saliendo de la tierra con la bandera del terror en la mano.
Cuando estuvo en lo alto del último escalón, cuando aquel fantasma tembloroso y terrible de pie sobre el montón de escombros en presencia de mil doscientos fusiles invisibles, se levantó enfrente de la muerte como si fuese más fuerte que ella, toda la barricada tomó en las tinieblas un aspecto sobrenatural y colosal.
En medio del silencio, el anciano agitó la bandera roja y gritó:
- ¡Viva la Revolución! ¡Viva la República! ¡Fraternidad, igualdad o la muerte!
La misma voz vibrante que había dicho ¿quién vive? gritó:
- ¡Retiraos!
El señor Mabeuf, pálido, con los ojos extraviados, las pupilas iluminadas con lúgubres fulgores, levantó la bandera por encima de su frente, y repitió:
- ¡Viva la República!
- ¡Fuego! -dijo la voz.
Una segunda descarga semejante a una metralla cayó sobre la barricada.
El anciano se dobló sobre sus rodillas, después se levantó, dejó escapar la bandera de sus manos, y cayó hacia atrás sobre el suelo, inerte, y con los brazos en cruz.
Arroyos de sangre corrieron por debajo de su cuerpo. Su arrugado rostro, pálido y triste, pareció mirar al cielo.
Enjolras elevó la voz, y dijo:
- Ciudadanos: éste es el ejemplo que los viejos dan a los jóvenes. Estábamos dudando, y él se ha presentado; retrocedíamos, y él ha avanzado. ¡Ved aquí lo que los que tiemblan de vejez enseñan a los que tiemblan de miedo! Este anciano es augusto a los ojos de la patria; ha tenido una larga vida, y una magnífica muerte. ¡Retiremos ahora el cadáver, y que cada uno de nosotros lo defienda como defendería a su padre vivo; que su presencia haga inaccesible nuestra barricada!
Un murmullo de triste y enérgica adhesión siguió a estas palabras.
Enjolras levantó la cabeza del anciano y besó con solemnidad su frente; después, con tierna precaución, como si temiera hacerle daño, le quitó la levita, mostró sus sangrientos agujeros, y dijo:
- ¡Esta será nuestra bandera!