Los miserables (Labaila tr.)/V.7.1

Los Miserables
Quinta parte: "Jean Valjean"
Libro séptimo: "Decadencia crepuscular"
Capítulo I: La sala del piso bajo​
 de Víctor Hugo

Al día siguiente, cuando empezaba a oscurecer, Jean Valjean llamó a la puerta cochera de la casa del señor Gillenormand. Vasco lo recibió; se encontraba allí como si cumpliera órdenes especiales.

- El señor barón me encargó que os pregunte si queréis subir o quedaros abajo.

- Quedarme abajo -respondió Jean Valjean.

Vasco, respetuoso como siempre, abrió la puerta de la sala.

- Voy a avisar a la señora -dijo.

La habitación en que Jean Valjean entró era una especie de subterráneo abovedado y húmedo, con el suelo de ladrillos rojos, que servía a veces de bodega y que daba a la calle; tenía una pequeña ventana que permitía apenas el paso a unos míseros rayos de luz.

La sala, pequeña y de techo bajo, estaba sucia; se veían unas cuantas botellas vacías, amontonadas en un rincón. La pared estaba descascarada; en el fondo había una chimenea encendida, lo cual indicaba que se contaba con la respuesta de Jean Valjean. A cada lado de la chimenea había un sillón, y entre los dos sillones, a modo de alfombra, una vieja bajada de cama, que mostraba más trama que lana. El alumbrado de la habitación consistía en la llama de la chimenea y el crepúsculo de la ventana.

Jean Valjean estaba cansado; llevaba muchos días sin comer ni dormir. Se dejó caer en uno de los sillones. Vasco entró, puso sobre la chimenea una vela encendida y se retiró, sin que Jean Valjean, con la cabeza inclinada hasta tocar el pecho, hubiera notado su presencia. De repente se levantó como sobresaltado.

Cosette estaba detrás de él. No la vio entrar. Se volvió y la contempló extasiado. Estaba adorablemente hermosa; pero lo que él miraba no era la hermosura sino el alma.

- Padre -exclamó Cosette-, sabía vuestras rarezas, pero jamás me hubiera figurado que llegasen a tanto. ¡Vaya una idea! Dice Marius que habéis insistido en que os reciba aquí.

- Sí, he insistido.

- Ya esperaba esa respuesta. Está bien. Os prevengo que voy a armar un escándalo. Empecemos por el principio. Padre, besadme.

Y le presentó la mejilla. Jean Valjean permaneció inmóvil.

- No me besáis. Actitud culpable. Os perdono, sin embargo. Jesucristo ha dicho: Presentad la otra mejilla. Aquí la tenéis.

Y le presentó la otra mejilla. Jean Valjean parecía clavado en el suelo.

- Esto se pone serio -dijo Cosette-. ¿Qué os he hecho? Me declaro ofendida, y me debéis una safisfacción. Comeréis con nosotros.

- He comido ya.

- No es verdad. Haré que el señor Gillenormand os riña. Los abuelos están encargados de reñir a los padres. Vamos, subid conmigo al salón.

- Imposible.

Al llegar aquí, Cosette perdió algún terreno. Cesó de mandar y pasó a las preguntas.

- ¡Imposible! ¿Por qué? ¡Y escogéis para verme, el cuarto más feo de la casa!

- Sabes...

Jean Valjean se detuvo, y luego continuó, corrigiéndose:

- Sabéis, señora, que soy raro, que tengo mis caprichos.

Cosette dio una palmada.

- ¡Señora!... ¡Sabéis!... ¡Cuántas novedades! ¿Qué significa esto?

Jean Valjean la miró con la sonrisa dolorosa a que recurría de vez en cuando.

- Habéis querido ser señora y lo sois.

- Para vos no, padre.

- No me llaméis más padre.

- ¿Cómo?

- Llamadme señor Jean, Jean si queréis.

- ¡No sois ya padre, ni yo soy Cosette! ¡Que os llame señor Jean! ¿Qué significan estos cambios? ¿Qué revolución es ésta? ¿Qué ha pasado? Miradme a la cara. ¡Y no aceptáis un cuarto en esta casa! ¡El cuarto que os tenía destinado! ¿Qué mal os he hecho? ¿En qué os he ofendido? ¿Ha ocurrido algo?

- Nada.

- ¿Y entonces?

- Todo sigue igual.

- ¿Por qué cambiáis el nombre?

- También vos habéis cambiado el vuestro.

Sonrió como antes, y añadió:

- Siendo vos la señora de Pontmercy, muy bien puedo yo ser el señor Jean.

- No comprendo. Pediré permiso a mi marido para que seáis el señor Jean y espero que no consentirá. Me causáis mucha pena. Está bien tener caprichos, pero no entristecer a su Cosette. No tenéis derecho a ser malo vos que sois tan bueno.

Jean Valjean no respondió.

Le tomó ella las dos manos, y las besó con profundo cariño.

- ¡Por favor -le dijo-, sed bueno! Comed en nuestra compañía, sed mi padre.

El retiró las manos.

- No necesitáis ya de padre; tenéis marido.

Cosette se incomodó.

- ¡Conque no necesito de padre! No hay sentido común en lo que decís. Y no me tratéis de vos.

- Cuando venía -dijo Jean Valjean, como si no la oyera-, vi en la calle Saint-Louis un bonito mueble. Un tocador a la moda, de palo de rosa, con un espejo grande y varios cajones.

- ¡Oh, estoy furiosa! -exclamó Cosette haciendo un gesto como de arañarlo-. ¡Mi padre Fauchelevent quiere que lo llame señor Jean y que lo reciba en esta sala horrible! ¿Qué tenéis contra mí? Me causáis mucha pena, os lo juro.

Clavó la vista en Jean Valjean, y añadió:

- ¿Os pesa que sea dichosa?

La candidez, sin saberlo, penetra a veces en lo más hondo. Esta pregunta, sencilla para Cosette, era profunda para Jean Valjean. Cosette quería sólo arañar, pero destrozaba. Se puso pálido. Permaneció un momento sin responder; luego, como hablando consigo mismo, murmuró:

- Su felicidad era el objeto de mi vida. Dios, ahora, puede quitármela sin que yo haga falta a nadie. Cosette, eres dichosa, y mi misión ha terminado.

- ¡Ah! ¡Me habéis dicho tú! -exclamó Cosette.

Y se arrojó en sus brazos. Jean Valjean, desvanecido, la estrechó contra su pecho pareciéndole casi que la recobraba.

- ¡Gracias, padre! -dijo Cosette

Jean Valjean se desprendió con dulzura de los brazos de Cosette, y tomó el sombrero.

- ¿Adónde vais? -preguntó Cosette.

- Me retiro, señora; os aguardan.

Y desde el umbral añadió:

- Os he tuteado. Decid a vuestro marido que no volverá a suceder. Perdonadme.

Salió dejando a Cosette atónita con aquel adiós enigmático.

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