Los miserables (Labaila tr.)/I.7.3
El magistrado de la audiencia que presidía el tribuna de Arras conocía, como todo el mundo, aquel nombre profunda y universalmente respetado, y dio orden al portero de que lo hiciera pasar.
Minutos después el viajero estaba en una especie de gabinete de aspecto severo, alumbrado por dos candelabros. Aún tenía en los oídos las últimas palabras del portero que acababa de dejarle: "Caballero, ésta es la sala de las deliberaciones; no tenéis más que abrir esa puerta, y os hallaréis en la sala del tribunal, detrás del señor presidente".
Estaba solo. Había llegado el momento supremo. Trataba de recogerse en sí mismo y no podía conseguirlo. En las ocasiones en que el hombre tiene más necesidad de pensar en las realidades dolorosas de la vida, es precisamente cuando los hilos del pensamiento se rompen en el cerebro. Se encontraba en el sitio donde los jueces deliberan y condenan.
En aquel aposento en que se habían roto tantas vidas, donde iba a resonar su nombre dentro de un instante.
Poco a poco lo fue dominando el espanto. Gruesas gotas de sudor corrían por sus cabellos y bajaban por sus sienes. Hizo un gesto indescriptible, que quería decir: "¿Quién me obliga a mí?" Abrió la puerta por donde llegara y salió. Se encontró en un pasillo largo y estrecho. No oyó nada por ningún lado, y huyó como si lo persiguieran.
Recorrió todo el pasillo, escuchó de nuevo. El mismo silencio y la misma sombra lo rodeaban. Estaba sin aliento, temblaba; tuvo que apoyarse en la pared. Allí, solo en aquella oscuridad, meditó.
Así pasó un cuarto de hora. Por fin inclinó la cabeza, suspiró con angustia, y volvió atrás. Caminó lentamente, como bajo un gran peso, como si alguien lo hubiera cogido en su fuga y lo trajera de vuelta.
Entró de nuevo en la sala de deliberaciones. De pronto, sin saber cómo, se encontró cerca de la puerta, y la abrió.
Estaba en la sala de la audiencia.