Los miserables (Labaila tr.)/III.8.10
Marius se dirigió con paso rápido al caserón pues la señora Burgon, cuando le tocaba salir, cerraba temprano la puerta, y como el inspector se había quedado con su llave, no podía retrasarse. La puerta estaba abierta todavía. Al pasar por el corredor, sin hacer el menor ruido, le pareció ver en una de las habitaciones desocupadas cuatro cabezas de hombres inmóviles.
Entró a su cuarto sin ser visto. Se sentó sobre su lecho y se sacó cuidadosamente las botas. Al poco rato sintió a la señora Burgon cerrar la puerta y marcharse.
Transcurrieron algunos minutos. Oyó abrirse la puerta de calle.
Escuchó pasos pesados y rápidos que subían la escala; era Jondrette que regresaba de hacer sus compras.
Pensó que había llegado el momento de volver a ocupar su puesto en su observatorio. En un abrir y cerrar de ojos, y con la agilidad de su juventud, se halló junto al agujero y miró.
Toda la cueva estaba iluminada por la reverberación de un brasero colocado en la chimenea, y lleno de carbón encendido. Dentro de él se calentaba al rojo vivo un enorme cincel con mango de madera, recién comprado por Jondrette esa tarde. En un rincón cerca de la puerta se veían dos montones, que parecían ser uno de objetos de hierro y otro de cuerdas.
La guarida de Jondrette estaba admirablemente bien elegida como escenario para llevar a cabo un hecho violento y para cubrir un crimen. Era la habitación más escondida de la casa más aislada de París.
- ¿Y? -dijo la mujer.
- Todo va viento en popa -respondió Jondrette-, pero tengo los pies congelados, y tengo hambre. Pero qué importa, mañana iremos todos a comer fuera. ¡Comeréis como verdaderos Carlos Diez!
Y agregó bajando la voz:
- La ratonera está lista, los gatos esperan.
Se paseó por el cuarto, y luego continuó:
- ¿Aceitaste los goznes de la puerta para que no haga ruido?
- Sí -contestó la mujer.
- ¿Qué hora es?
- Falta poco para las seis.
- ¡Diablos! Las niñas tienen que ir a ponerse al acecho. ¿Se fue la Burgon?
- Sí.
- ¿Estás segura de que no hay nadie donde el vecino?
- No ha estado en todo el día.
- Mejor asegurarse. Hija, toma la vela y ve a su cuarto.
Marius se dejó caer sobre sus manos y rodillas y se arrastró silenciosamente bajo la cama. Apenas se había acurrucado allí, se abrió la puerta, una luz iluminó el cuarto y entró la hija mayor de Jondrette.
Se dirigió directamente hacia un espejo clavado a la pared cerca del lecho. Se empinó en la punta de los pies y se miró. Se alisó el pelo mientras canturreaba con su voz quebrada y sepulcral.
En tanto, Marius temblaba; le parecía imposible que ella no escuchara su respiración.
- ¿Qué pasa? -gritó el padre desde su buhardilla.
- Miro debajo de la cama y de los muebles -contestó ella mientras seguía peinándose-. No hay nadie.
- Entonces, vuelve de inmediato. ¡No perdamos más tiempo!
Ella salió, echando una última mirada al espejo.
Un momento después, Marius sintió los pasos de las dos niñas en el corredor y la voz de Jondrette que les gritaba:
- ¡Pongan mucha atención! Una junto al muro, la otra en la esquina del Petit-Banquier.
No pierdan de vista ni por un segundo la puerta de la casa, y la menor cosa que vean, las dos aquí corriendo. La mayor gruñó:
- ¡Pegarse el plantón a pie pelado en la nieve!
- Mañana tendrás botines de seda -dijo el padre.
No quedó en la casa nadie más que Marius y los Jondrette, y probablemente los hombres misteriosos que el joven entreviera en el cuarto vacío.
Jondrette había encendido su pipa y fumaba, sentado en la silla rota.
Si Marius hubiera tenido sentido del humor, como Courfeyrac, habría estallado en risas cuando su mirada descubrió a la Jondrette. Se había puesto un sombrero negro con plumas, un inmenso chal escocés sobre el vestido de lana, y los zapatos de hombre que antes usara su hija. Esta tenida hizo exclamar a Jondrette:
- ¡Estás muy bien vestida! Vas a inspirar confianza.
El, por su parte, no se había quitado el abrigo del señor Blanco.
De pronto Jondrette alzó la voz y dijo a su mujer:
- Con el tiempo que hace vendrá en coche. Enciende el farol, y baja con él. Quédate detrás de la puerta y ábrela en el momento en que oigas pararse el carruaje; luego lo alumbrarás por la escalera y el corredor; y mientras entra aquí, bajarás a todo escape, pagarás al cochero, y despedirás el carruaje.
- ¿Y el dinero? -preguntó la mujer.
Jondrette rebuscó en los bolsillos de su pantalón, y le entregó una moneda de cinco francos.
- ¿De dónde sacaste esto? -exclamó la mujer.
Jondrette respondió con dignidad:
- Es el monarca que dio el vecino esta mañana.
Y añadió:
- ¿Sabes que aquí hacen falta dos sillas?
- ¿Para qué?
- Para sentarse.
Marius sintió correr por todo su cuerpo un estremecimiento glacial al oír a la Jondrette dar esta respuesta:
- ¡Es cierto! Voy a buscar las del vecino.
Y con un movimiento rápido abrió la puerta del desván y salió al corredor. Marius no alcanzaba a bajar de la cómoda y ocultarse debajo de la cama.
- Lleva la vela -gritó Jondrette.
- No -dijo ella-, me estorbaría, y además hay luna.
Marius oyó la pesada mano de la Jondrette buscar a tientas en la oscuridad la llave. La puerta se abrió, y Marius, sobrecogido de espanto, quedó clavado en su sitio.
La Jondrette no lo vio, cogió las dos sillas, únicas que Marius poseía, y se marchó, dejando que la puerta se cerrara de un golpe detrás de ella. Volvió a entrar en su cueva.
- Aquí están las dos sillas.
- Y aquí el farol -dijo el marido-. Baja pronto.
Obedeció, y Jondrette quedó solo.
Colocó las sillas a los dos lados de la mesa; dio vueltas al cincel en el brasero; puso delante de la chimenea un viejo biombo que lo ocultaba, y luego fue al rincón a examinar el montón de cuerdas. Marius se dio cuenta entonces de que lo que había tomado por un montón informe era una escala de cuerda muy bien hecha, con travesaños de madera y dos garfios para colgarla.
Aquella escala y algunos gruesos instrumentos, verdaderas mazas de hierro que estaban entre un montón de herramientas detrás de la puerta, no se hallaban por la mañana en la cueva de los Jondrette, y evidentemente habían sido llevados allí aquella tarde durante la ausencia de Marius.
La chimenea y la mesa con las dos sillas estaban precisamente frente a Marius. Con el fuego tapado, la pieza estaba iluminada solamente por la vela. Reinaba allí una calma terrible y amenazante; se sentía que todo estaba preparado a la espera de algo aterrador.
La pálida luz hacía resaltar los ángulos fieros y finos del rostro de Jondrette. Fruncía las cejas y hacía bruscos movimientos con la mano derecha como si contestara a los últimos consejos de un sombrío monólogo interno. En una de esas oscuras réplicas que se daba a sí mismo, abrió bruscamente el cajón de la mesa, cogió de él un ancho cuchillo de cocina que allí ocultaba, y probó el filo sobre su uña. Hecho esto, volvió a colocar el cuchillo en el cajón, y lo cerró.
Marius por su parte sacó la pistola que tenía en el bolsillo y la cargó.
Esto produjo un pequeño ruido claro y seco.
Jondrette se estremeció y se levantó de la silla.
- ¿Quién anda ahí? -gritó.
Marius contuvo la respiración. Jondrette escuchó un instante, luego se echó a reír, diciendo:
- ¡Qué estúpido soy! Es el tabique que cruje.