Los miserables (Labaila tr.)/V.1.8

Los Miserables
Quinta parte: "Jean Valjean"
Libro primero: "La guerra dentro de cuatro paredes"
Capítulo VIII: Los héroes​
 de Víctor Hugo

La agonía de la barricada estaba por comenzar. De repente el tambor dio la señal del ataque. La embestida fue un huracán. Una poderosa columna de infantería y guardia nacional y municipal cayó sobre la barricada. El muro se mantuvo firme.

Los revolucionarios hicieron fuego impetuosamente, pero el asalto fue tan furibundo, que por un momento se vio la barricada llena de sitiadores; pero sacudió de sí a los soldados como el león a los perros.

En uno de los extremos de la barricada estaba Enjolras, y en el otro, Marius. Marius combatía al descubierto, constituyéndose en blanco de los fusiles enemigos, pues más de la mitad de su cuerpo sobresalía por encima del reducto. Estaba en la batalla como en un sueño. Diríase un fantasma disparando tiros.

Se agotaban los cartuchos. Se sucedían los asaltos. El horror iba en aumento. Aquellos hombres macilentos, haraposos, cansados, que no habían comido desde hacía veinticuatro horas, que tampoco habían dormido, que sólo contaban con unos cuantos tiros más, que se tentaban los bolsillos vacíos de cartuchos, heridos casi todos, vendados en la cabeza o el brazo con un lienzo mohoso y negruzco, de cuyos pantalones agujereados corría sangre, armados apenas de malos fusiles y de viejos sables mellados, se convirtieron en titanes. Diez veces fue atacado y escalado el reducto, y ninguna se consiguió tomarlo.

Laigle fue muerto, y lo mismo Feuilly, Joly, Courfeyrac y Combeferre. Marius, combatiendo siempre, estaba tan acribillado de heridas particularmente en la cabeza, que el rostro desaparecía bajo la sangre.

Cuando no quedaron vivos más jefes que Enjolras y Marius en los dos extremos de la barricada, el centro cedió. El grupo de insurrectos que lo defendía retrocedió en desorden. Se despertó a la sazón en algunos el sombrío amor a la vida. Viéndose blanco de aquella selva de fusiles, no querían ya morir. Enjolras abrió la puerta de la taberna, que impedía pasar a los sitiadores. Desde allí gritó a los desesperados:

- No hay más que una puerta abierta. Esta.

Y cubriéndolos con su cuerpo, y haciendo él solo cara a un batallón, les dio tiempo para que pasasen por detrás.

Todos se precipitaron dentro. Hubo un instante horrible, queriendo penetrar los soldados y cerrar los insurrectos. La puerta se cerró, al fin, con tal violencia, que al encajar en el quicio, dejó ver cortados y pegados al dintel los cinco dedos de un soldado que se había asido de ella.

Marius se quedó afuera; una bala acababa de romperle la clavícula, y se sintió desmayar y caer. En aquel momento, ya cerrados los ojos, experimentó la conmoción de una vigorosa mano que lo cogía, y su desmayo le permitió apenas este pensamiento en que se mezclaba el supremo recuerdo de Cosette:

- Soy hecho prisionero, y me fusilarán.

Enjolras, no viendo a Marius entre los que se refugiaron en la taberna, tuvo la misma idea. Pero habían llegado al punto en que no restaba a cada cual más tiempo que el de pensar en su propia suerte. Enjolras sujetó la barra de la puerta, echó el cerrojo, dio dos vueltas a la llave, hizo lo mismo con el candado, mientrás que por la parte de afuera atacaban furiosamente los soldados con las culatas de los fusiles, y los zapadores con sus hachas. Empezaba el sitio de la taberna. Cuando la puerta estuvo trancada, Enjolras dijo a los suyos:

- Vendámonos caros.

Después se acercó a la mesa donde estaban tendidos Mabeuf y Gavroche. Veíanse bajo el paño negro dos formas derechas y rígidas, una grande y otra pequeña, y las dos caras se bosquejaban vagamente bajo los pliegues fríos del sudario. Una mano asomaba por debajo del paño, colgando hacia el suelo. Era la del anciano. Enjolras se inclinó y besó aquella mano venerable, lo mismo que el día antes había besado la frente. Fueron los únicos dos besos que dio en su vida.

Nada faltó a la toma por asalto de la taberna Corinto; ni los adoquines lloviendo de la ventana y el tejado sobre los sitiadores; ni el furor del ataque; ni la rabia de la defensa; ni, al fin, cuando cedió la puerta, la frenética demencia del exterminio.

Los sitiadores al precipitarse dentro de la taberna con los pies enredados en los tableros de la puerta rota y derribada, no encontraron un solo combatiente. La escalera en espiral, cortada a hachazos, yacía en medio de la sala baja; algunos heridos acababan de expirar; los que aún vivían estaban en el piso principal; y allí, por el agujero del techo que había servido de encaje a la escalera empezó un espantoso fuego. Eran los últimos cartuchos.

Aquellos agonizantes, una vez quemados los cartuchos, sin pólvora ya ni balas, tomó cada cual en la mano dos de las botellas reservadas por Enjolras para el final e hicieron frente al enemigo con estas mazas horriblemente frágiles. Eran botellas de aguardiente.

La fusilería de los sitiadores, aunque con la molestia de tener que dirigirse de abajo arriba, era mortífera. Pronto el borde del agujero del techo se vio rodeado de cabezas de muertos, de donde corría la sangre en rojos y humeantes hilos. El ruido era indecible; un humo espeso y ardiente esparcía casi la noche sobre aquel combate. Faltan palabras para expresar el horror. No había ya hombres en aquella lucha, ahora infernal. Demonios atacaban, y espectros resistían. Era un heroísmo monstruoso.

Cuando por fin unos veinte soldados lograron subir a la sala del segundo piso, encontraron a un solo hombre de pie, Enjolras. Sentado en una silla dormía desde la noche anterior Grantaire, totalmente borracho.

- Es el jefe -gritó un soldado-. ¡Fusilémoslo!

- Fusiladme -repuso Enjolras.

Se cruzó de brazos y presentó su pecho a las balas.

Un guardia nacional bajó su fusil y dijo:

- Me parece que voy a fusilar a una flor.

- ¿Queréis que se os venden los ojos? -preguntó un oficial a Enjolras.

- No.

El silencio que se hizo en la sala despertó a Grantaire, que durmió su borrachera en medio del tumulto. Nadie había advertido su presencia, pero él al ver la escena comprendió todo.

- ¡Viva la República! -gritó-. ¡Aquí estoy!

Atravesó la sala y se colocó al lado de Enjolras.

- Matadnos a los dos de un golpe -dijo.

Y volviéndose hacia Enjolras le dijo con gran dulzura:

- ¿Lo permites?

Enjolras le apretó la mano sonriendo. Estalló la detonación. Cayeron ambos al mismo tiempo. La barricada había sido tomada.

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