Los miserables (Labaila tr.)/IV.2.1
Marius había asistido al inesperado desenlace de la emboscada que él mismo relatara a Javert; pero, apenas abandonó éste la casa llevando a sus presos en tres coches de alquiler, salió también él. No eran más que las nueve de la noche, y se fue a dormir a casa de Courfeyrac, que vivía ahora en la calle de la Verrerie, "por razones políticas", pues en esos tiempos la insurrección se instalaba tranquilamente en aquel barrio.
- Vengo a alojar contigo -dijo Marius.
Courfeyrac sacó un colchón de su cama, que tenía dos, lo tendió en el suelo y dijo:
- Aquí tienes.
Al día siguiente, a las siete de la mañana, Marius volvió al caserón Gorbeau, pagó el alquiler, hizo cargar en un carretón de mano sus libros, la cama, la mesa, la cómoda y sus dos sillas, y se fue sin dejar las señas de su nueva casa.
Pasó un mes y después otro. Marius seguía en casa de Courfeyrac. Supo por un pasante de abogado, visitante habitual de la Sala de los Pasos Perdidos, que Thenardier estaba incomunicado, y daba todos los lunes al alcaide de la cárcel cinco francos para el preso.
Marius, no teniendo ya dinero, pedía los cinco francos a Courfeyrac; era la primera vez en su vida que pedía prestado. Estos cinco francos periódicos eran un doble enigma: para Courfeyrac que los daba, y para Thenardier que los recibía.
- ¿Para quién pueden ser? -pensaba Courfeyrac.
- ¿De dónde diablos puede venir esto? -se preguntaba Thenardier.
Marius estaba desconsolado. Había vuelto a ver por un momento a la joven a quien amaba, pero un soplo se la había arrebatado. No sabía ni su nombre; seguramente no era Ursula y la Alondra era un apodo. ¿Y qué pensar del viejo? ¿Se ocultaba, en efecto, de la policía?
Todo se había desvanecido, excepto el amor.
Para colmo volvía a visitarlo la miseria; sentía ya su soplo helado. Y es que desde hacía algún tiempo había descuidado sus traducciones; y no hay nada más peligroso que la interrupción del trabajo, porque es una costumbre que se pierde. Costumbre fácil de perder y difícil de volver a adquirir.
Todo su pensamiento era Ella; no pensaba en otra cosa; se daba cuenta confusamente de que su traje viejo estaba inservible y que el nuevo se transformaba rápidamente en viejo.
Le quedaba una sola idea dulce: que Ella lo había amado; que su mirada se lo había dicho; que Ella no sabía su nombre, pero conocía su alma, y que tal vez en el lugar en que estaba lo amaba aún.
En sus paseos solitarios descubrió un sitio de especial belleza y, por lo tanto, poco frecuentado. Era una especie de prado verde al lado del arroyo de los Gobelinos. Un día, hablando con uno de los escasos paseantes, supo que se le llamaba el Campo de la Alondra. La Alondra era el nombre con que Marius, en las profundidades de su melancolía, había reemplazado a Ursula.
- ¡Este es su campo! -dijo en el estupor poco lógico de los enamorados-. Aquí sabré dónde vive.
Esto era absurdo, pero irresistible.
Y desde entonces fue todos los días al Campo de la Alondra.