Los miserables (Labaila tr.)/IV.4.5

Los Miserables
Cuarta parte: "Idilio en calle Plumet y epopeya en calle Saint-Denis"
Libro cuarto: "El encanto y la desolación"
Capítulo V: El perro​
 de Víctor Hugo

Al día siguiente, 3 de junio de 1832, Marius, al caer la noche, se dirigía a su cita cuando vio entre los árboles a Eponina que venía hacia él. Dos días seguidos de encuentro era demasiado. Se volvió rápidamente, cambió de camino y se fue por la calle Monsieur.

Eponina lo siguió hasta la calle Plumet, lo que no había hecho nunca hasta entonces, pues se contentaba con verlo pasar. Lo siguió, pues, sin que él se diera cuenta, lo vio separar el barrote de la verja y entrar en el jardín.

- ¡Entra en la casa! -exclamó.

Se acercó a la verja, empujó los hierros uno tras otro y encontró fácilmente el que Marius había separado.

- ¡Esto sí que no! -murmuró con voz lúgubre.

Se sentó al lado del barrote como si lo estuviera cuidando. Así permaneció más de una hora, sin moverse y casi sin respirar, entregada a sus ideas.

Hacia las diez de la noche, vio entrar en la calle a seis hombres que iban separados y a corta distancia unos de otros. El primero que llegó a la verja del jardín se detuvo y esperó a los demás; un segundo después estaban todos reunidos. Hablaron en voz baja.

- Aquí es -dijo uno.

- ¿Hay algún perro en el jardín? -dijo otro, y comenzó a probar los barrotes.

Cuando iba a coger el barrote que Marius quitara para entrar, una mano que salió bruscamente de la sombra le agarró el brazo; al mismo tiempo sintió un golpe en medio del pecho y oyó una voz que le decía sin gritar:

- Hay un perro.

Y vio a una joven pálida delante de él. El hombre tuvo esa conmoción que produce siempre lo inesperado; se le pararon los pelos y retrocedió asustado.

- ¿Quién es esta bribona?

- Vuestra hija.

En efecto, era Eponina que hablaba a Thenardier.

Los otros cinco se habían acercado sin ruido, sin precipitación, sin decir una palabra, con la siniestra lentitud propia de estos hombres nocturnos.

- ¿Qué haces aquí? ¿Qué quieres? ¿Estás loca? -exclamó Thenardier-. ¿Vienes a impedirnos trabajar?

Eponina se echó a reír, y lo abrazó.

- Estoy aquí, padrecito mío, porque sí. ¿No está permitido sentarse en el suelo ahora? Vos sois el que no debe estar aquí, es bizcocho, ya se lo dije a la Magnon. No hay nada que hacer aquí. Pero abrazadme, mi querido padre. ¡Cuánto tiempo sin veros! ¡Estáis ya fuera! ¡Estáis libre!

Thenardier trató de librarse de los brazos de Eponina y murmuró:

- Está bien. Ya me abrazaste. Sí, estoy fuera, no estoy dentro. Ahora vete.

Pero Eponina redoblaba sus caricias.

- Padre mío, ¿cómo lo hicisteis? Debéis tener mucho talento cuando habéis salido de allí. ¡Contádmelo! ¿Y mi madre? ¿Dónde está mi madre? Dadme noticias de mamá.

Thenardier respondió:

- Está bien; no sé; déjame. Te digo que te vayas.

- No quiero irme ahora -dijo Eponina con su modo de niño enfadado-; me despedís, cuando hace cuatro meses que no os veía, y apenas he tenido tiempo de abrazaros.

Y volvió a echar los brazos al cuello de su padre.

- ¡Pero qué estupidez! -dijo Babet.

- No perdamos más tiempo -dijo Gueulemer-, pueden pasar los polizontes.

Eponina se volvió hacia los cinco bandidos.

- Pero si es el señor Brujon. Buenas noches, señor Babet, buenas noches, señor Claquesous. ¿No os acordáis de mí, señor Gueulemer? ¿Cómo estáis, Montparnasse?

- Sí, todos se acuerdan de ti -dijo Thenardier-. Pero buenas noches, y largo. Déjanos tranquilos.

- Esta es la hora de los lobos y no de las gallinas -dijo Montparnasse.

- Ya ves que tenemos que trabajar aquí -agregó Babet.

Eponina tomó la mano de Montparnasse.

- ¡Ten cuidado! -dijo éste- te vas a cortar, tengo un cuchillo abierto.

- Mi querido Montparnasse -respondió Eponina dulcemente-, hay que tener confianza en las personas, aunque sea la hija de mi padre. Señor Babet, señor Gueulemer, a mí me encargaron investigar este negocio. Recordad que os he prestado servicios algunas veces. Pues bien, me he informado y sé que os expondréis inútilmente. Os juro que no hay nada que hacer en esta casa.

- Sólo hay mujeres -dijo Gueulemer.

- No hay nadie, los inquilinos se mudaron.

- Las luces no se mudaron -dijo Babet.

Y mostró a Eponina una luz que se paseaba por la buhardilla. Era Santos que ponía ropa a secar. Eponina intentó un último recurso:

- Pues bien -dijo- esta gente es muy pobre y en esta pocilga no hay un solo sueldo.

- ¡Vete al diablo! -exclamó Thenardier-. Cuando hayamos registrado la casa ya te diremos lo que hay dentro.

Y la empujó para entrar.

- ¡Buen amigo Montparnasse! -dijo Eponina-, os lo ruego, vos que sois buen muchacho, no entréis.

- Ten cuidado, que te vas a cortar -masculló Montparnasse.

Thenardier añadió con su acento autoritario:

- Lárgate, preciosa, y deja que los hombres hagan sus negocios.

Eponina se aferró a la verja, hizo frente a los seis bandidos armados hasta los dientes, y que parecían demonios en la noche, y dijo con voz firme y baja:

- ¿Queréis entrar? Pues yo no quiero.

Los seis demonios se detuvieron estupefactos. Ella continuó:

- Amigos, escuchadme bien. Si entráis en el jardín, si tocáis esta verja, grito, golpeo las puertas, despierto a los vecinos y hago que os prendan, y llamo a la policía.

- Y lo haría -dijo Thenardier en voz baja a Brujon.

- ¡Empezando por mi padre! -dijo Eponina.

Thenardier se le aproximó.

- ¡No tan cerca, buen hombre!

Thenardier retrocedió, murmurando entre dientes:

- ¡Perra!

Eponina se echó a reír de una manera horrible.

- Seré lo que queráis, pero no entraréis. Sois seis, ¿y eso qué me importa? Sois hombres, pues yo soy mujer. No me dais miedo. Marchaos. Os digo que no entraréis en esta casa porque a mí no se me da la gana. Si os acercáis, ladro; ya os he dicho que soy el perro. Me río de vosotros; idos donde queráis, pero no vengáis aquí, os lo prohíbo. Vosotros a puñaladas y yo a zapatazos, me da lo mismo.

Y dio un paso hacia los bandidos; su risa era cada vez más horrible.

- No le tengo miedo a nada, ni aun a vos, padre. ¡Qué me importa que me recojan mañana en la calle Plumet, asesinada por mi padre, o que me encuentren dentro de un año en las redes de Saint-Cloud, o en la isla de los Cisnes, en medio de perros ahogados!

Tuvo que detenerse; la acometió una tos seca.

- No tengo nada que hacer más que gritar y os caen encima, ¡cataplum! Sois seis, yo soy todo el mundo.

Thenardier hizo otra vez un movimiento para aproximarse.

- ¡Atrás! -dijo ella.

Thenardier se detuvo.

- No me acercaré, pero no hables tan alto. Hija, ¿quieres impedirnos trabajar? Tenemos que ganarnos la vida. ¿No tienes cariño a tu padre?

- Me aburrís -dijo Eponina.

- Pero es preciso que vivamos, que comamos...

- ¡Reventad!

Los seis bandidos, admirados y disgustados de verse a merced de una muchacha, se retiraron a la sombra y celebraron consejo.

- Es una lástima -dijo Babet-. Dos mujeres, un viejo judío, buenas cortinas en las ventanas. Creo que era un buen negocio.

- Entrad vosotros -dijo Montparnasse-. Haced el negocio y yo me quedaré con la muchacha, y si chista...

E hizo relucir a la luz del farol la navaja que tenía abierta en la manga. Thenardier no decía una palabra, pero parecía dispuesto a todo.

- ¿Y tú qué dices, Brujon? -preguntó al fin.

Brujon permaneció un instante silencioso y luego murmuró:

- Esta mañana vi dos gorriones dándose picotazos; esta noche me enfrenta una mujer rabiosa. Todo esto es mal presagio. ¡Vámonos!

Y se fueron.

Al marcharse, Montparnasse murmuró:

- Si hubieran querido, yo le habría dado el golpe de gracia.

Babet respondió:

- Yo no aporreo a una dama.

Al final de la calle se detuvieron y entablaron, en voz sorda, este diálogo enigmático:

- ¿Dónde vamos a dormir esta noche?

- Bajo París.

- ¿Tienes la llave de la reja, Thenardier?

- ¡Qué pregunta!

Eponina, que no separaba de ellos la vista, les vio tomar el camino por donde habían venido. Después se levantó y se arrastró detrás de ellos arrimada a las paredes de las casas. Los siguió hasta el boulevard. Allí se separaron, y se perdieron en la oscuridad como si se fundieran en ella.

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